LA OFERTA DE CAMBIO DE RÉGIMEN

 LA OFERTA DE CAMBIO DE RÉGIMEN

 

Ernesto Hernández Norzagaray

 

Han transcurrido ya casi cuatro años y medio del día en que Andrés Manuel López Obrador tomó posesión del cargo de presidente de México y de cuando, en su discurso de posesión, pronunció en San Lázaro aquellas palabras que han quedado registradas para la historia de nuestro país: “No sólo inicia un nuevo gobierno, sino que comienza un cambio de régimen político”.

Hay coincidencia en el mundo académico en que por régimen político se entiende: “el conjunto de las instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones” (Diccionario de Política de Bobbio, Pasquino, Matteucci). Pero, más allá de esta concepción teórica, ¿en qué estaba pensando AMLO, cuando hablaba de “cambio de régimen político”?

Blanca Heredia, investigadora del Colmex, metida de oráculo en un artículo publicado en El Financiero durante diciembre de 2020, reconocía que nunca ha quedado suficientemente claro lo que quiso decir el hoy presidente, sin embargo, ella lo interpreta como: “el régimen que busca transformar y desmontar o debilitar la autodenominada 4T, es el arreglo oligárquico, que durante décadas ha gobernado al país”.

Y para ello retoma al politólogo norteamericano Jeffrey A. Winters para quien “ese arreglo –legal y extralegal– está centrado en la defensa y reproducción de un orden caracterizado por la concentración extrema de la riqueza material en un pequeño grupo de personas”, es decir, en un país donde se aplicó el recetario neoliberal y es comprensible, más no justificable desde la ética del poder que haya una desigual distribución de los beneficios y la profundización de las diferencias entre pobres y ricos.

Entonces, un discurso político centrado en la crítica al modelo neoliberal es redituable políticamente sobre todo en el segmento de los más pobres, como lo reconoció el presidente en enero pasado y le llovió mediáticamente: Ayudando a los pobres va uno a la segura, porque ya sabe que cuando se necesite defender, en este caso, la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos”. Aunque en ese mismo discurso reconoció que ese modelo asistencialista no reditúa entre: “sectores de clase media, ni con los de arriba, ni con los medios, ni con los intelectuales”.

Pero, pregunto, se ha remontado el “modelo oligárquico” a través de la regulación de “la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones” tendríamos que la lucha por el poder y su ejercicio sigue siendo el mismo, el sistema de partidos y las instituciones de la democracia no han cambiado es más ha crecido con nuevas asociaciones políticas, aunque personajes hayan sido cambiados, y puesto unos nuevos, especialmente en el INE, que técnicamente tendrán que aplicar la ley simple y llana en materia de organización electoral y resolución de las controversias que se susciten antes, durante y después de los procesos electorales.

Y si bien en materia de narrativa de valores podríamos decir que hay un cambio destinado a poner en la discusión pública los temas de la exclusión social. Se han llevado a cabo reformas en materia de pobreza, género, discapacidades y, sobre todo, el rintín de la lucha contra la corrupción que es el gran adeudo de este gobierno porque impera la lógica de “si hay nuevos corruptos, pero son nuestros corruptos” y, a ellos, dirán sotto voce “los defendemos frente a los embates de nuestros adversarios, los conservadores, los apátridas”.

Entonces, el cambio de régimen está empantanado porque existe la percepción no democrática de que los cambios se pueden hacer sin el ejercicio de la política del consenso y, que solo basta, la opinión de un solo hombre y su extensión en un partido, una alianza legislativa, para que las cosas sucedan como sea, incluso, yendo contra la Constitución que han jurado “cumplir y hacer cumplir”. Afortunadamente persisten en medio del ruido todavía instituciones de control que evitan aquellos excesos y que están en el régimen constitucional.

Por ejemplo, en el cierre del periodo de sesiones ordinario de sesiones del Congreso de la Unión fue penosamente notorio cuando ante la incapacidad de construir acuerdos, o mejor habiendo construido acuerdos entre la mayoría y la oposición, se vino abajo por las prisas que existen en Palacio Nacional y en una sesión de fast track se aprobaron 20 leyes entre secundarias y constitucionales.

Y, claro, la oposición habrá recurrir ante una sobrecargada Suprema Corte para que determine su constitucionalidad. Irán a la casa de esa “alcahueta del conservadurismo”, como la calificaría el presidente López Obrador y podrían echar atrás lo acordado por Morena y sus aliados.

Entonces, el cambio de régimen sigue siendo una promesa del presidente, mejor del morenismo que seguro pervivirá después de las elecciones de 2024 y, quizá, persista como discurso en el siguiente gobierno si es morenista, si gana la oposición seguramente se hablara de “reconstrucción institucional”, pero, cualquiera que sea el resultado, volveremos a lo básico de la política que es el reconocimiento del otro y la necesidad de acordar en la diferencia. Que es la gran enseñanza de pactos de la transición.

Nunca más en la política de un solo hombre, cómo no sucedió con Plutarco Elías Calles, cuando trató de eternizarse en el poder a través de sus testaferros políticos hasta que llegó Lázaro Cárdenas al poder y, una de las primeras medidas que tomó fue sacudírselo y dar instrucciones claras a Jesús Silva Herzog y Narciso Bassols, para que fueran a visitar al llamado “jefe máximo” en su residencia de Cuernavaca y comunicarle, que tenía 48 horas para abandonar el país. Y así sucedió, cambiando este su residencia a San Diego, California.

Sin duda, necesitamos un cambio de régimen, que aligere el sistema político apostándole al fortalecimiento de los contrapesos y la separación de poderes, quitándole todo aquello que hace costosas las elecciones y engorrosos los trámites burocráticos, que eleve el costo de corromperse en la función pública y que impere el principio democrático de que “el que la hace, la paga”, es decir, un verdadero Estado de Derecho que es el asiento más sólido para sostener las instituciones de la democracia mexicana.

Nada más, nada menos.

 

 

 

 

 

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