BEBER EN OLAS ALTAS
BEBER EN OLAS ALTAS
Algo debe de saber y entender erre
erre quién por más de cuarenta años de asistencia regular a Olas Altas calcula
haberse bebido moderadamente unas 20 mil cervezas es decir un promedio de 10 ambarinas
por semana además algunas cajas de botellas de vino, tequila y whiskey. Así mismo,
por ese estómago a prueba de tormentas etílicas han pasado algunas toneladas de
ceviches, pulpos, camarones, callos, ostiones y pescados en distintas
presentaciones, langostas, langostinos y otras especies marinas raras que de
vez en vez aparecen sobre estas mesas. Esos consumos algunas veces pasados de
la raya han sido en esa breve playa gris y sobre todo, en los mesones de Puerto
Viejo que ha tenido distintos nombres y dueños, la hoy Fonda del Chalio con sus
fogones que iluminan y acaban con el hambre de cualquiera, el restaurante La
Mesa del Capitán del inolvidable Rosendo “Chendo” Quezada o la barra de ébano del
hotel Belmar donde alguna vez bebieron daiquiris José Vasconcelos y María
Antonieta Rivas Mercado o charlaron largamente Tina Modotti y Edward Weston. Vamos,
en el viejo hotel La Siesta, lugar preferido de una pléyade de actores de
Hollywood en los años sesenta entre ellos John Wayne y Gregory Peck y su comedor
bar Shrimp Bucket que fue famoso por sus margaritas y muchas veces de
discusiones interminables. Ah, pero nuestro personaje se bebió un pequeño mar
de cerveza en la bardita que da a la playa con la llamada aristocracia del
barrio, esa de la que habla Sabina en una de sus más sonadas interpretaciones y
que en los efluvios etílicos y otras yerbas ven cada tarde caer libremente para
de ahí brotar atardeceres espectaculares con su tonalidades y aguafuertes que
han hecho famoso al puerto que sedujo a poetas, artistas plásticos, locos como los
que quería tener a su lado el beat Jack Kerouac -cómo lo registra una placa de la
SHM instalada en la entrada principal del Hotel La Siesta- y que terminaría estar
en permanente viaje y que le llevó a preguntarse con Goethe: ¿Qué significa ese
movimiento?, ese permanente nomadismo. Al que está implícito en cada ocaso
vespertino. Y está presente aquí y allá, en la zona vieja de Mazatlán dónde alguna
vez vivió Amado Nervo cuando inició su propio viaje sideral en aquel mundo
pequeño de finales del siglo XIX cuando la gente nacía, crecía y moría en un
radio no mayor de 50 kilómetros. Y que al bardo nayarita lo llevaría a vivir en
una casa ubicada donde vive el legendario Bobby Morfín. Y, lamentablemente,
pero al fin respetuoso del ciclo de la vida muchos amigos de farra en estos
bebederos chispeantes se han ido al espacio sideral y llegan otros, que no los
suplen, los complementan y colaboran en esa charla infinita siempre salpicada
por la picardía, la complicidad y la amistad que brota del trago y las botanas,
que nunca faltan sobre estas mesas ya centenarias desde donde se combate la sed
provocada por el calor húmedo de los veranos y por donde pasan las reinas y
princesas de Carnaval, pero sobre todo por donde transitan con donaire bellezas anónimas
sin corona. Rubias y morenas de cuerpos espigados, con ropa breve y provocadora.
Glamorosas como son las mazatlecas. Bendecidas
con las gotas de la brisa marina. Ese aroma profundo a mar, a algas marinas y
atardeceres encendidos. A la tibieza de la arena en primavera. Y complemento maravilloso
en ese paisaje plagado de aves marinas que dan un toque a azul celeste. Son las
gaviotas, pelicanos, albatros y patos que atraviesan el paisaje sin más
objetivo que la cadencia del vuelo, el viaje, el nunca terminado viaje por la
vida. Y, también, es la calma de esas estancias de hombres y mujeres silentes
en medio del bullicio. Que rememoran sobre la experiencia humana. Las perdidas.
Qué sé yo. Por eso, siempre vuelve erre erre, quizá en búsqueda de esa
cosmovisión colorida que alimenta su propia experiencia. Aquella que entre
trago y trago de cerveza se despliega a lo largo y ancho del paisaje remoto y
fugaz. Del propio ensimismamiento. De su propia vida. Que bien vale esas y más 20
mil cervezas y mil borracheras, cómo lo diría el poeta más borracho de todos, Charles
Bukowski.
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