EL LENGUAJE DE LA DERROTA
“Esto es un fraude al pueblo estadounidense.
Una vergüenza para nuestro país”, -decía emocionado el presidente Donald Trump
desde la Casa Blanca, pasadas las dos de la madrugada del miércoles, y remataba
con un grito contundente y amenazante: “Francamente, hemos ganado las
elecciones. Nuestro objetivo ahora es garantizar la integridad de estas. Iremos
al Tribunal Supremo. Es un momento muy triste”. O sea, se auto declara
vencedor, pero como hubo “fraude”, se irá al Tribunal Supremo.
Este tipo de posturas escandalosamente
irreductibles frecuentes en nuestro pasado electoral, incluso, en las
elecciones celebradas recientemente en Coahuila e Hidalgo, eran inconcebibles
en democracias consolidadas, cómo la estadounidense, que, hasta ahora, al
parecer, ningún candidato a la Presidencia se había atrevido a utilizar la
palabra fraude por respeto a las instituciones públicas, a la política y la
convivencia en la diferencia.
Pero, ahí está, cómo testimonio de una época
donde la democracia amplía su catálogo de enemigos, cómo lo habría dicho quizá el
desaparecido politólogo Samuel Huntington (autor del libro La Tercera Ola: La
democratización a finales del siglo XX), sean porque hay quienes manipulan los sistemas
electorales o, por los quieren ponerlos en entredicho, para obtener beneficios
políticos.
Hasta ahora, lo único que sale del guion de la
democracia representativa estadounidense, son los 100 millones de votos que se
calcula llegaron en forma anticipada a los colegios electorales dada la
excepcionalidad que existe por la pandemia, y que seguirán llegando al menos en
Pensilvania, hasta el viernes 6 de noviembre, en conformidad con la ley local y,
por lo tanto, deberán contabilizarse para determinar a qué candidato le
corresponden los 20 votos electorales del estado.
Y, claro, en el caso de que resulte ganador Joe
Biden y esto determine quién es el ganador de la contienda presidencial, con
mayor razón Trump interpondría los recursos de ley ante el Tribunal Supremo con
el argumento pueril: “¿Cómo puede ser que cada vez que cuentan lotes de votos
por correo son tan devastadoras en su porcentaje y poder de destrucción?”, en
clara referencia de que el sistema está siendo manipulado por los gobernadores
demócratas.
Y una cosa es clara, la democracia
representativa como mecanismo para elegir a los gobernantes, y peor como
distribuidor de equidades, está en crisis no solo en los Estados Unidos de
Norteamérica, sino en el mundo entero. Sea
porque esa democracia se ha vuelto una de lobby donde los representantes
populares han dejado de serlo para representar los intereses de las grandes
corporaciones económicas o porque, como alguna vez lo señaló el sociólogo
catalán Vicente Verdú, estamos ante una democracia “chatarra”, en serie, qué con
más o menos ingredientes del factor económico se reproduce por el mundo frecuentemente
sin efectos sustantivos para los gobernados.
Entonces, en un escenario de pandemia que en
Estados Unidos ha cobrado la vida de más 200 mil vidas y son millones las
personas contagiadas, las narrativas políticas se han vuelto ilusamente una
suerte de tabla de salvación, una forma de cobrársela, dónde cada
estadounidense, busca agarrarse de quien está más cerca de sus sentimientos y emociones
y rechazar a quién le provoca animosidad negativa.
Los votantes republicanos y un segmento de los
nuevos votantes seguramente se alimentan de un discurso de odio por todo
aquello que “amenaza” su tranquilidad y seguridad. Por lo que representan los
migrantes ilegales que llegan por la frontera sur y los narcotraficantes que contaminan
comunidades enteras en su país; no se diga el miedo que provocan los terroristas
islámicos que fueron capaces de estallar aviones en el corazón de NY.
Los votantes demócratas, en cambio, no siempre
impermeables a ese temor que invade a los republicanos buscan respiro en una
sociedad más inclusiva y participante mediante el fortalecimiento de los
derechos sociales que se habrían perdido durante el primer gobierno de Trump.
Y los resultados que arrojan los resultados
parciales en el momento de escribir este texto muestra una sociedad, en mayor o
menor grado, cómo la mayoría del mundo democrático, dividida. Incapaz de que sus
líderes puedan ponerse de acuerdo en lo fundamental, garantizar el derecho al
trabajo y la salud, la educación y la vivienda o un freno a las grandes
corporaciones que son la causa de los problemas de inequidad que existen en la
sociedad norteamericana.
En este punto cabe la pregunta sobre cuales son
las diferencias sustantivas entre republicanos y demócratas. En un mundo global
las diferencias entre conservadores y progresistas, entre izquierda y derecha,
se difuminan, se vuelven gelatinosas, que puede irse fácilmente entre los dedos.
Sin embargo, el votante medio, ve en las
elecciones el último asidero para pensar que su mundo diseñado silenciosamente
puede llegar a ser posible, y sin duda, no hay otro de donde agarrarse, por eso
estas y otras elecciones convocan últimamente a las masas a votar todos.
Hoy se habla de que un 67% de los
norteamericanos con derecho a votar han asistido a las urnas para depositar su
sufragio. Una participación ciudadana histórica, dicen los conductores de CNN.
Nunca vista dirán las otras grandes cadenas de televisión. Y así, lo estamos
viendo en todo el mundo, grandes niveles de participación, unas veces apoyando
a los partidos de la izquierda y otras a los de la derecha.
Y, después, el segmento que haya ganado la
elección sonreirá por la victoria porque es un asunto que da satisfacción
emocional, no importa que el proyecto sustantivamente sea lo mismo, acaso con
Barack Obama que nunca amenazó con un muro fronterizo, ¿su administración no es
la que realizó el mayor número de deportaciones de mexicanos? O sea, la
diferencia son los estilos de gobernar, de presentarse en el mercado de los
votos, uno con cara dura y un discurso, como el de hoy, amenazante que va a
cambiar “todo” lo mal hecho y el otro con mano suave y política tersa.
El problema es que la política sigue teniendo
una alta personalización y en esto hay personajes que se venden mejor y otros
que son impresentables, con mala prensa y son los villanos de la política, y
esa es la trampa, en que frecuentemente caemos los votantes de cualquier parte
del mundo.
Y, es que la forma de hacer política no ha
cambiado en las últimas décadas, muy dominada por el marketing y su
manipulación, donde se nos venden a los políticos como mercancías de
supermercado, con buenas envolturas, narrativas emocionales e imágenes de
personas maduras, serias, confiables, y la mayoría cae y puede llegar a
desgarrase las vestiduras, como hoy ocurre en el mercado de la política
norteamericana y más si le echan gasolina al fuego.
Quizá, por eso Trump, el político duro de roer,
grita antes de que el arbitro se pronuncie, ¡Fraude, Fraude!, y es que en el
nuevo modelo democrático se han perdido no solo los horizontes programáticos,
sino también, las buenas formas y maneras de la vieja política norteamericana.
¡Y ahí van en Estados Unidos entre gritos de
fraude, y vamos frecuentemente en el resto del mundo democrático!, cuándo el
llamado es cambiar el modelo que divide y empobrece a pasos agigantados.
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