VACACIONES DE VERANO

 VACACIONES DE VERANO

 

Ernesto Hernández Norzagaray

 

El periodo de vacaciones siempre me remite a los años de mi infancia. Cuando mi padre preparaba la carcacha, una Chevrolet de los años 40, para el viaje anual por caminos polvorientos, plantíos de maíz, cerros escarpados y un cielo azul intenso como el mar veraniego.

Salíamos muy temprano de Los Mochis hacia la Villa de Ahome donde luego torcíamos el camino hacia la Higuera de Zaragoza para ir hacia la costa que ahora la recuerdo con nostalgia. Era una travesía larga, alucinante como puede imaginar un niño dos horas de viaje que nos llevaba a la Playa de San Juan o a la de La Viznaga.

 Y la antesala a esos paraísos costeras era un manglar largo que al cruzarlo nos desvelaba la inmensidad del mar. A la vista estaban esas olas espumosas e incansables. Al cruzar el umbral verde intenso quedaba atrás la incipiente ciudad urbana de aquel Mochis provinciano con su gran falo vistoso que expulsaba todos los días pequeñas laminas negras que viajaban plácidamente por el aire para caer al suelo, transporte, casas y ropa que convertían al pueblo en un pueblo tiznado.

Y, estaba por delante, la naturaleza simple y llana como su arena, los pequeños copos de hierba, rocas eternas, viento marino, ruido de las olas y, ahí estabas tú, estoico frente al mar infinito.

Cuando salías de ese asombro momentáneo sucumbías al oleaje y a su espuma y, a la resaca, que cubría tu cuerpo de granos de arena. En ese instante empezaban realmente las vacaciones veraniegas. Unas vacaciones simples, sin mayores pretensiones, solo estar libre y en contacto con la naturaleza que estaba ahí como la anfitriona eterna para que la disfrutaras.

Y es que así, era antes, al menos, así lo recuerdo, seis décadas después. Con los años encima veo a través del lente social del puerto de Mazatlán que esa hermandad del cuerpo con la naturaleza ha venido perdiéndose o quizá, porque no, yo cambie.

Hoy, ir a la playa puede significar todo menos ir al encuentro con la naturaleza. Hay que ataviarse con el kit de bronceadores, cremas refrescantes, gafas, ropa de playa ad hoc y hasta con imposturas.

Quizá, no signifique, zambullirse, en el oleaje para no perder el look conquistador. Aquel que seduce, que llama al encuentro casual, al ligue para una noche de verano y poder, al final, sentenciar la máxima: lo que pasa en Mazatlán, se queda en Mazatlán.

Es decir, la playa se volvió una suerte de mercadillo de sensualidades y vanidades. Y es que todo está pensado para ello. Prendas diminutas, cuerpos perfilados, sudados en gym, sonrisas impostadas, conversaciones fugaces. Todo resulta efímero paradójicamente ante lo que permanece dinámico. Las olas, los atardeceres encendidos, la lluvia, el viento, la noche, los sonidos del silencio. Que para muchos resulta mera escenografía, mero fondo para una buena selfi donde el protagonista no es el mar, sino el personaje o los personajes, que están adelante con su mejor atavío y sonrisa.

O sea ¿qué mejor manifestación de que los tiempos han cambiado y que solo a los de nuestra generación les queda, de vez en vez, tomar cucharadas de nostalgia? Volver a la naturaleza se ha convertido en un ejercicio vano como una mercancía desechable. Dicho literalmente por la cantidad de basura que conlleva y muestra el escaso respeto que tenemos por ella.

Y es que volver a la naturaleza simple y llana parece significar nada. Nada que ver como todavía lo concebimos los sobrevivientes de la generación boomer que representaba volver a la madre tierra con un ingrediente lúdico, el juego y las ganas de sentir ese abrazo húmedo con la naturaleza.

Quizá, entonces, me gana el escepticismo, ya sabemos que es uno de los males de los viejos. La sensación de que todo pasado fue mejor, porque la vida, era menos fugaz y las relaciones humanas más estrechas, porque aprendíamos sin romper los equilibrios de la naturaleza.

Hoy, gana, fácilmente, la indiferencia, el individualismo, como si la naturaleza, fuera algo ajeno a nuestras vidas y las vacaciones se volvieran un producto más, una mercancía con el glamur de acuerdo con una tarifa, un bolsillo, una aspiración pautada por el mercado.

¿Dónde queda entonces aquella sensación de libertad que los niños de los cincuenta y sesenta solíamos tener al sumergirnos en el agua tibia de San Juan y la Viznaga? O, ¿cómo lo platican colegas de edad, las playas de Olas Altas, la Zona Dorada o la Isla de la Piedra?

 

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