¿CUÁNDO SE PERDIÓ EL MUNICIPIO DE SINALOA?
¿CUÁNDO SE PERDIÓ EL MUNICIPIO DE SINALOA?
Ernesto Hernández
Norzagaray
Una parte de mis recuerdos de
infancia están vinculados al municipio de Sinaloa cuando mis padres ya
fallecidos me llevaban con mis hermanos durante los veranos y hacíamos la
travesía mágica de Los Mochis a Sinaloa de Leyva entre cultivos de hortalizas y
oleaginosas. Luego de una vuelta por Sinaloa de Leyva continuábamos el viaje
bucólico por caminos de terracería que se veían interrumpidos momentáneamente por
arroyos que en el fondo tenían piedras bolas que provocaban un sonido rasposo que
acariciaba al oído.
En el trayecto serrano íbamos cruzando
pequeños y medianos caseríos entre los que recuerdo estaban Ocoroni, Portugués
de Gálvez, San Miguel de los Orrantia, Guamúchil de los Castro, Quiteria y, al
final de nuestro recorrido, por esos caminos inhóspitos, estaba un arroyo ancho
que al cruzarlo mostraba el cementerio de los Norzagaray y era cuando habíamos
llegado al destino, el Portugués de los Norzagaray.
Ahí nos esperaban tíos y primos que
nos abrazaban calurosamente y nos franqueaban el paso para que descansaran los
mayores y ya reposados platicaran las nuevas que venían de la “ciudad”. Los
menores con más energía nos íbamos a bañar al arroyo para sacudirnos la tierra
habíamos recogido durante ese largo viaje de la costa a la serranía. Ahí chapoteábamos
hasta que la piel se arrugaba o caía la noche para regresar con hambre donde
estaban los mayores y donde, frecuentemente, nos esperaba el pan de trigo recién
horneado en cabinas de adobe.
En ese entonces todo era comunidad
y alegría. La convivencia era extraordinaria durante los desayunos y comidas alrededor
de una hornilla rústica donde se echaban las tortillas, huevos, frijoles, un
trozo de carne y, estaba, el inevitable aroma del café negro humeante que era sacrificado
con una buena dosis de leche bronca.
El rancho Portugués de Norzagaray
era, es todavía, un pueblo de casonas de adobe habitadas por la estirpe de los
Norzagaray y fantasmas e historias de “entierros” con grandes botijas de monedas
de oro; de levas y de diásporas había traído consigo la Revolución de 1910-1917
que provocaron en aquellos años sombríos que el rancho fuera un asentamiento de
algún general villista y en nombre de la revolución se apropiaban de todo lo
que tenía y producía.
Mi abuela Rosenda Castro, una
bella y dulce mujer serrana del rancho de Guamúchil, había enviudado de mi abuelo
Manuel Norzagaray y nunca se volvió a casar quedándose con la responsabilidad
de sacar adelante a sus cinco hijos y atender a las visitas que de vez en vez
llegaban a reconciliarse con la naturaleza.
En las noches se sentaba con los
menores y platicaba sus recuerdos de aquellos días duros para los pobladores de
esa región que había llevado a muchos a huir dejando atrás familia, pertenencias
y sus muertos, pero sobre todo, le encantaba fantasear y platicarnos de los
mitos que rodeaban al rancho y con aquellas historias de realismo mágico nos
tenía con la boca abierta y nuestra mente, inocente, febril, se desplegaba por
encima de los techos de esas casonas, corrales y árboles frondosos que la
circundaban.
Algunos, los más viejos, se habían
quedado con nietos y huérfanos, y aquel pueblo montado en una gran explanada, con
sus arroyos a la zaga, fue recobrando la vida cuando terminó esa revolución que
los generales ganadores habían mitificado con aquella máxima de los
historiadores clásicos: “la historia siempre la escriben los vencedores”. Una frase
actualísima que podría hoy servir para entender y explicar el intento obradorista
de reescribir la historia a través de los libros de texto.
Solo con una diferencia aquello
fue una revolución, una guerra civil, que costó se dice 500 mil vidas, el de
López Obrador sólo fue un triunfo electoral y las elecciones democráticas son
producto de la existencia de un pacto constitucional que vale la pena preservar
en beneficio de la pluralidad y es que, cuando eso no ocurre, trae a la memoria
a personajes siniestros que habiendo alcanzado el poder por vías democráticas
terminan destruyendo las instituciones para buscar eternizarse en el poder.
Estamos en ese tránsito, con
agravantes porque a la par ha venido creciendo un poder fáctico, el criminal, que
como el mito de la Medusa se multiplica infinitamente y tiene en vilo a estados
completos del país, no se diga a cientos de municipios, donde antes que un
poder formal, mandan los personeros de ese poder y, sorprendentemente, ante la incapacidad
de los sistemas de seguridad público para frenar esa expansión lo que tenemos
es una disputa entre los distintos grupos criminales para tener bajo su égida esas
regiones ante el pasmo y la cuasi rendición de las autoridades.
La semana pasada, teniendo en
Sinaloa al presidente López Obrador, se vivió una experiencia terrible para los
vecinos de ese municipio serrano, cuando en su territorio se dio una batalla
entre dos grupos del crimen organizado que, supongo, son los que mismos que se
enfrentaron en el marco de las elecciones del verano de 2021 cuando estaba en
disputa el control político del municipio de Sinaloa.
Recordemos aquello terminó en
manos del candidato de la coalición “Va por Sinaloa” y fue terrible porque más
allá del proceso electoral asesinaron a dos dirigentes morenistas en la región,
uno de ellos candidato, lo que arroja cuando se multiplica ese poder se
acostumbra a decir en el argot criminal “la plaza tiene dueño”.
Es decir, los poderes formales,
técnicamente están ahí, pero son incapaces de impedir esas manifestaciones violentas
y, hasta se dice que se tolera para de esa manera garantizar la gobernabilidad y
evitar que se desborde la situación por razones sociales. La pobreza que
lastima hoy a hombres y mujeres de las comunidades serranas, las que tienen que
abandonar forzados sus pueblos para ir en busca de lugares más seguros, aunque
en ellos no tengan nada y, frecuentemente, los destinos no tengan que ofrecer a
gente que vive de las labores tradicionales de la serranía.
En definitiva, mis recuerdos de
los años felices que se vivían en los pueblos serranos sinaloitas es una
estampa grabada en la mente de mi generación que, lamentablemente, no conocen
los que llegaron después y han crecido en medio de la violencia, en pueblos
capturados por la delincuencia y donde la vida se ha vuelto miserable y hay de
aquel extraño que se atreva a transitar por esos caminos que en otro tiempo nos
revelaban mundos que exaltaban nuestra imaginación chispeante infantil.
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