LA MALDAD EN LA POLÍTICA

 LA MALDAD EN LA POLÍTICA

 

Ernesto Hernández Norzagaray

 

Alan Wolfe, profesor de ciencia política en la Universidad de Boston, publicó hace unos años en España un libro que lleva el sugerente título: La Maldad Política: qué es y cómo combatirla, en ese texto se plantea una serie de preguntas de investigación sobre este tema de actualidad en las sociedades contemporáneas: ¿Cómo se manifiesta? ¿Cómo surge? ¿Existe realmente? ¿Está dentro de cada uno de nosotros o por el contrario nace en algunos sujetos concretos? Y, más allá de eso, ¿de qué manera se manifiesta en la política? La era Trump para muchos pareciera ser la viva representación de la maldad y quizá como nunca con un alcance impredecible, como la incertidumbre que traen, hoy, millones de inmigrantes legales e ilegales en los Estados Unidos de Norteamérica.

La maldad evidentemente existe como potencia en todos los seres humanos y depende de las emociones, necesidades y autocontrol que cada uno pueda desarrollar. Es parte, vamos, de la naturaleza humana, sin embargo, como todo, la maldad adquiere cada vez formas más sofisticadas, complejas, incluso, como representación institucional, que dista mucho de la dosis y alcance de maldad que puede desarrollar cada uno de los individuos.

Y es que es muy sencillo, a diferencia de la maldad individual, las posibilidades que se pueden desplegar desde el poder llegan a ser prácticamente ilimitadas y depende del talante del gobernante, como del grado de concentración, que este puede tener ante la ausencia de contrapesos.

Hoy, pasamos por un momento de definiciones estructurales que no pueden verse únicamente desde la frialdad de la macroeconomía como pretende el discurso oficialista que vive preocupado con los indicadores de inflación, tipo de cambio, ventajas competitivas o riesgo país, sino desde una perspectiva menos formalista, más desde el ángulo de la psicología o la sociología, sobre lo que anima a los personajes del poder y sus aliados en el mundo de la economía.

Sin embargo, podría decirse para evadir la discusión que no hay peor maldad sistémica, que aquella generada en lo que Marx llamaba la reproducción ampliada de capital, bajo la fórmula infalible de Dinero-Mercancía-Dinero incrementado, pero detrás de ello en el circuito capitalista están hombres y mujeres de carne y hueso, con sus filias y fobias, clasismo y racismo y, en un país, como el nuestro siempre tan desigual, los sentimientos afloran y es inevitable no leer las expresiones del poder.

Desde eso que se llama el metalenguaje podemos interpretar muchas cosas. Desde las decisiones que se adoptan en función de un poder representado hasta las muestras de desprecio que se manifiestan en el ámbito privado, pero también en el público (el discurso del odio (dice Enrique Krauze). Como nunca los medios de comunicación y las manifestaciones en las redes sociales muestran una sociedad polarizada contaminada las más de las veces por el rencor y el odio al diferente.

Y, justamente en ese vértice, podemos ver algunos indicios de la maldad humana. La maldad como lo señala el profesor Wolfe alcanza a la política o mejor todavía es donde llega lograr los mayores niveles de sofisticación. Más, todavía, en sociedades autoritarias con fuertes dosis de patrimonialismo que hacen enemigo en automático a quien o quienes ponen real o infundadamente en peligro el statu quo. Allí ante la ausencia de contrapesos, el poder se vuelve arrogante, soberbio, déspota e impone por la fuerza sus muy particulares puntos de vista.

Y la política mexicana tiene mucho de eso. La cultura del “haiga como haiga sido” y el “no me pagues, pero ponme donde hay”, o el “te veo, pero no te escucho”, o cómo se acostumbra decir en el tiempo de la 4T “si hay responsabilidad que se investigue” no se ha erradicado sino adquiere cada vez formas más sofisticadas o peor aun abiertamente descaradas, como son los innumerables actos de corrupción en la esfera pública, y la peor de las maldades, es la que se ejerce para garantizar la impunidad de aquellos actos que lastiman los bienes y bienes públicos.

Van dos ejemplos de que la maldad sigue intacta en la función pública. Una, la segunda posición en el SAT, la institución encargada de que cada quien pague sus impuestos, hermana de Adán Augusto Hernández, el exsecretario de Gobernación y “corcholata presidencial, bueno está señora que es esposa del gobernador de Chiapas dio contratos por casi 500 millones a empresas fantasmas a las hermanas de un operador político de la señora de los impuestos y, tenemos una maldad incrementada, cuando ese dinero estaba destinada a la compra de insumos de salud para sectores vulnerables.

Dos, la desaparición, y probable asesinato brutal de cinco jóvenes tapatíos, que no mereció la atención del presidente López Obrador en la conferencia mañanera aun cuando los periodistas se lo gritaron y, este, en lugar de atender el llamado, prefirió contar el mal chiste del marido sordo y salió de la sala con una sonrisa en los labios que para muchos es indiferencia, falta de empatía, una forma de maldad política. 

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