EL MAESTRO LÓPEZ SÁENZ

 EL MAESTRO LÓPEZ SÁENZ

 

Ernesto Hernández Norzagaray

 

Antonio López Saénz ha partido al espacio sideral dejando atrás toda una forma de ser y de vida: creatividad, disciplina, generosidad, humildad, intelectualidad, bonhomía y pedagogía fueron su sello personal. Su abundante obra plástica figurativa y escultórica surgida de la grandeza de hacer de lo inmediato algo estéticamente universal rápidamente ganó el respeto y la admiración de propios y extraños.

Mazatlán fue siempre su coartada estética, fuente de inspiración, motivo de existencia. Su oficio está anclado al gozo recreativo de un Diego Rivera y un Rufino Tamayo y, emparentado, con la estética del colombiano Fernando Botero o en deuda con el Mazatlán que describió magistralmente Amado Nervo en sus crónicas para el Correo de la Tarde.

De las playas, las terrazas, las avenidas y los lugares icónicos recupera la fiesta y la alegría de los mazatlecos. Va al encuentro de las familias porteñas, los grupos de amigos, todos sin rostro, que se metamorfosean en su entorno marino y los ocasos esplendorosos.

Y en ese entorno bucólico el artista es uno más de sus elementos de mar, viento, arena, fuego. Y es que López Saénz siempre fiel a la figura nunca sucumbió a la tentación abstracta, como fue el caso de Roberto Pérez Rubio que hizo escuela con las enseñanzas de Jackson Pollock y Mark Rothko o la extraordinaria Lucy Santiago que viniendo de la figura humana ha decidido transformarla generando formas, colores matices deslumbrantes. Esta triada López-Pérez-Santiago a mi juicio es lo más relevante en el puerto en materia de artes plásticas.

Pero continuemos. La vida sencilla de López Sáenz está en esa imagen que muchos nos forjamos de él cuando salía de su casa en la calle Libertad - ¿habrá mejor nombre para una calle donde vive un artista plástico? - y se montaba en su bicicleta color pastel para ir a hacer la compra al mercado Pino Suárez, recoger unas cervezas frías al expendio para sofocar las olas de calor o simplemente pasear por las calles del Centro Histórico e ir al encuentro de los mazatlecos que con una sonrisa le brindaban un saludo y agradecían su obra testimonial.

Y él siempre tenía como respuesta la palabra amable, la sonrisa y el argumento sereno e inteligente. Antonio fue un hombre de su tiempo inmensamente generoso. Generoso con su ciudad, con sus vecinos y amigos, con los miembros del grupo Amigos del Teatro Angela Peralta y los del Colegio de Sinaloa, no menos con los jóvenes artistas que de vez en vez se acercaban a su casa para conversar con él o los periodistas culturales que abrevaban a sus vastos conocimientos para luego difundirlos en sus medios de comunicación en beneficio de sus lectores -Pepe Franco, uno de ellos, seguramente le dio la bienvenida junto con sus cómplices Antonio Haas, Ricardo Urquijo y Juan José León Loya al espacio sideral y, ahora quiero imaginarlos, conversando teniendo como fondo la silueta caprichosa del malecón y el mar azul de este verano.

Vamos, la generosidad de López Sáenz solo es equiparable con su humildad. Seguramente su paso juvenil por los conventos tatuó su relación con el otro. Su humildad era manifiesta en todos los actos de su vida. Una casa sencilla, una comida frugal, una copa de tequila, un cigarro y un trato amoroso a quienes lo rodeaban.

Además, creo, era ese tipo de personaje que había cumplido la máxima de Henry Miller de que en algún momento había que “dejar de leer libros, para empezar a leer rostros”. Seguramente el maestro López Sáenz leyó hasta el final de su vida, sin embargo, era un hombre profundamente intuitivo capaz de calibrar rápidamente al ser humano en su singular condición.

Así lo demuestra su cautela natural y las conversaciones inteligentes que sostenía con sus interlocutores más variados producto de una memoria prodigiosa desde donde brotaban lecturas, imágenes, personajes, momentos, escuelas, maestros, obras, recuerdos. Su voz grave y bonhomía, además, era chispeante y cautivaba rápidamente al otro. Tenía la extraordinaria capacidad de empatizar. De hacer sentir amistad. Y es por eso, hoy muchos mazatlecos lo recuerdan, lo lloran y seguramente revisan sus obras en internet como un adiós íntimo.

Y es que se ha ido el artista que más internacionalizó la imagen del puerto con sus esculturas de familias contemplando el horizonte marino y beisbolistas con el ropaje de los Venados. Mejor, todavía, quien entró a través de sus imágenes sin rostro en la vida cotidiana de los porteños. No es casual que recientemente haya recibido un reconocimiento en el Estadio de Beisbol ante la algarabía de Toño Toledo y miles de porteños que de esa forma agradecían su vida y obra.

Es ahí, donde radica su pedagogía de vida. Venir a la vida a hacer algo para sentirse orgulloso y que los otros te lo reconozcan. Y como bien lo dicen algunos, “se va Toño, pero se queda su obra” O sea, su creación está cargada de amor por el lugar que lo vio nacer, crecer y morir. El que lo bocetó, pintó, coloreo para estimular sentimientos de pertenencia e identidad.

Y esa capacidad innata impregnaba a quien se le acercaba por cualquier motivo. Y es que nadie salía de su casa sin llevarse una sonrisa o la sensación de que en esa estancia breve o larga había aprendido algo. Quizá su inspiración de hacer algo útil. Algo que sirviera a la gente. Que mejorara su vida. Por eso, como bien lo llama su sobrino Víctor López, fue un maestro en toda la extensión de la palabra.

Con la partida de Antonio López Sáenz se va quizá el último de una gran generación de gestores y creadores mazatlecos que preocupados por sacar del olvido en que se encontraba el puerto le apostaron a la gestión para recuperar su Centro Histórico y que en ese lugar olvidado sucedieran cosas maravillosas como fue la pléyade formada por Antonio Haas, Ricardo Urquijo, Juan José León Loya, Armando Galván, José Luis Franco, pero, también, Carlos Bueno, Roberto Pérez Rubio, Armando Nava o Sergio Flores, entre otros que siguen vivos, que han dejado una huella indeleble en el paisaje cultural del puerto.

Faustino López Osuna, poeta, compositor y autor del himno de Sinaloa, recordaba que durante su gestión a cargo del ISIC zona sur se creo la galería que lleva el nombre de López Sáenz y fue sin duda un excelente homenaje y ahora hay que recordar, así me lo hizo saber una admiradora del maestro a la que le habría confiado que anhelaba tener su propio museo “pero los que deciden no me hacen caso”.

Ahí, está la oportunidad, para las autoridades que seguramente se van a volcar en reconocimientos, palabras de admiración y culto burocrático, cumplan el sueño del maestro que ha partido.

Al tiempo.

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