EL ESTIGMA
EL ESTIGMA
Ernesto Hernández
Norzagaray
“Velaremos siempre por nuestra integridad y la
de nuestra familia. No elegimos estar donde estamos. Nadie puede elegir su cuna. Quisimos elegir una vida distinta con buenos estudios,
los cual nos fue negado en su tiempo a causa de la cacería hacia nuestro padre”
-dice el párrafo más íntimo de la carta que fue enviada a la periodista Azucena
Uresti para que fuera difundida entre la audiencia de Milenio.
Y, cierto, nadie puede elegir su cuna como no puede
elegir su ADN, cada uno nace de acuerdo con su circunstancia y con ello va por
la vida, para bien o para mal. A ellos les tocó ser hijos de quien en algún momento
estuvo entre los delincuentes más buscados en el mundo hasta que fue detenido
en Los Mochis y trasladado a una cárcel de alta seguridad. Y, más tarde,
trasladado hacia una prisión neoyorquina, dónde luego de un juicio espectacular
fue condenado a cadena perpetua.
Atrás de esa sentencia quedaban sus hijos que
no podían llevar una vida como cualquier otro joven de sus edades y decidieron
continuar con los negocios de su padre. El apellido Guzmán pesa y mucho. Para
bien y para mal. Bien, porque el apellido Guzmán Loera, hereda una carga
simbólica de poder que se expresa en la idea falsa de que la pobreza no necesariamente
es una condena vitalicia cuando se está dispuesto a arriesgarlo todo y se es
capaz de salir avante en esa decisión. Y mal, por lo que significa vivir a
salto de mata y con un futuro por demás incierto donde no basta los grandes
montos de dinero.
El mito del Chapo Guzmán lo han comprado miles
de jóvenes con la extraña ilusión de que puede ser replicado por otro dispuesto
a arriesgar. Y esa lógica, la amplia mayoría, que ha arriesgado ha terminado en
el viacrucis de aquella máxima que se le asignó a un capo mazatleco. Sucedió cuando
padres y esposas fueron a pedirle auxilio para sus hijos que trabajaban para él
y que habían sido detenidos en una marisquería del puerto para ser llevados
luego a una prisión de alta seguridad.
Les voy a ayudar con dinero -les dijo con un aire
de pesar y cierta desazón- para que sobrelleven la ausencia de su ser querido y
contraten un buen abogado, pero, sepan, les dijo enfático que “quienes nos
metemos en este negocio tarde o temprano nos alcanza la muerte o la cárcel”.
Les había dicho una gran verdad. Y eso, también,
vale más para quienes dirigen organizaciones criminales de cualquier parte del
mundo. No hay manera de quitarse el estigma, la identidad, la sangre que corre
por sus venas. Su vida será siempre una fuga hacia adelante. Hasta que un día, esa
fuga, termine en el momento menos esperado cómo sucedió con su padre y más
recientemente con su hermano Ovidio.
Y estos días, cuando a su apellido, le han
puesto sus nombres y una recompensa mayúscula es cuando, seguramente en el foro
interno, pesa más el estigma, la estirpe, la familia, y deben ser largas las
noches y los días. Esa sensación de soledad, el vacío aun cuando estén rodeados
de fieles y la imposibilidad, de no poder llevar una vida normal como la llevan
la mayoría de los miembros de su generación. A los que, seguramente, les envidian
cosas sencillas como verlos disfrutar de la vida incluso en la pobreza. Tener un
trabajo y una familia. Llevar y recoger a los hijos en las fiestas infantiles o
las escuelas. Compartir un deporte. En fin, lo que todos en algún momento
hacemos con nuestras familias.
Y es que los acompaña el apellido y no hay
manera de sacudirlo. La herencia es transgeneracional. Y cuando el gobierno de
estadounidenses y sus agencias de seguridad suben a sus plataformas digitales a
los más buscados no cesaran hasta que los alcancen -cómo sucedió con su padre,
Caro Quintero y Ovidio.
En definitiva, la auto confesión de que nadie
escoge su cuna y menos el destino de estas familias tatuadas por un apellido,
un alias, una historia de violencia, es el reconocimiento de que en la vida
todo se paga hasta aquello donde no hay manera de evadirse porque no se tiene
la respuesta a su alcance.
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