LA MALDITA COSTUMBRE
LA MALDITA COSTUMBRE
Ernesto Hernández
Norzagaray
La película de terror que vimos y
seguimos el jueves pasado como una película de guerra de Stanley Kubrick. En
vivo y en directo, a todo color, a través de la radio y la TV o las benditas redes
sociales, es una reedición aumentada, concretada, de aquel intento fallido del
17 de octubre de 2019 cuando se buscó detener por primera vez a Ovidio Guzmán.
En aquella ocasión, el resorte protector,
se activó en cosa de minutos luego de que se supo que la casa que habitaba el
hijo menor del capo de tutti capi era atacada y tomada por las fuerzas
de seguridad del Estado mexicano. Los comandos motorizados aparecieron de la
nada con equipamiento artillado y dispuestos a todo, sólo requerían la orden
del alto mando criminal que afortunadamente no llegó.
En aquella ocasión los jóvenes sicarios
sentían estar participando en la hazaña de su vida. Exhibían con una cierta dosis
de orgullo su rostro hasta entonces anónimo. ¿Cómo participar, sin exhibir su
atrevimiento de esa hazaña incrustada, tatuada, en la cultura urbana de una
ciudad cómo Culiacán?
Esa urbe donde unos músicos de
tambora la reconocen como la “capital del corrido” que sería en caso de serlo de
los narcocorridos. Y la letra, no es otra, que la apología del delito y las leyendas
urbanas del crimen organizado. Aquellas que, en el mito, no se rinden, porque
primero, está morirse en la raya.
Y hoy, cuando finalmente, el
gobierno federal decide detener a Ovidio, probablemente con la exigencia del norteamericano
da el paso sobre el tablero de naipes sociopolíticos con la ráfaga
intermitente, luminosa y fascinantes de balas, que rompieron el silencio y la
bruma del amanecer en el Valle de Culiacán.
Y las piezas empiezan a rodar.
Unas el mismo momento y otras, probablemente, en los siguientes días, semanas,
meses. Porque, seguramente, para esta facción del Cártel de Sinaloa, no quedara
solo como una resta más. Como cualquier otra de las que cotidianamente aparecen
inertes en las calles, cunetas o la red de caminos vecinales de Culiacán. Y que
no pasan, de ser la nota roja de un solo día, porque al día siguiente será
otro. U, otros, cuerpos anónimos sacrificados.
Esta nueva estrategia diseñada
para que no fallara y, que nos dice el secretario de la Defensa Nacional, llevó
seis meses de preparación evitó la capacidad de reacción y protección de ese
ejército informal y fue tardía, aun teniendo una coordinación decidida a todo.
Sin embargo, cuando reaccionaron,
Ovidio ya viajaba rumbo al campo militar número 1 de la Ciudad de México. Y de
ahí, horas después, iría a una celda de la prisión de alta seguridad del
Altiplano desde dónde su padre una noche se fugó, con su ayuda, para volver a
la región de los altos de la Sierra Madre Occidental.
Volvió, recordemos, a su hábitat
natural con los serranos que lo veneran como un ser providencial. Cómo ejemplo
de realización personal, sin importar que sus bienes provengan del crimen. Y él
supo compensar esa veneración con caminos, escuelas, iglesias, regalos,
compadrazgos, fiesta y protección, como corresponde, a la generosidad de un
padrino italiano.
Quizá, eso explica mucho las balaceras,
los bloqueos y los vehículos incendiados en los accesos de entrada y salida de
Los Mochis, Mazatlán y Culiacán. Aunque en realidad fue un operativo más
emocional, reactivo, ineficaz, desesperado, buscando, que volviera a ocurrir la
decisión de 2019. Y viniera, de nuevo la orden presidencial de liberarlo “para
no afectar la población civil”. Los servicios de inteligencia del Cártel no se
prepararon para otras hipótesis o, los contactos, en los círculos del poder, no
alertaron sobre el operativo que estaba en marcha para la captura del menor de
los Guzmán.
No obstante, ahí están las
imágenes tremendistas, las que rápidamente dieron vuelta al mundo, como si
Culiacán se hubiera convertido en una Kiev asediada por soldados rusos. Y
Sinaloa, una Ucrania encendida. como una tea infernal, con grandes fumarolas
negras en un día soleado, azul, infinitamente azul.
Sólo que Sinaloa no cuenta con un
Zelenski capaz de detener la reacción violenta. Quizá, al gobernador Rocha Moya,
no se le enteró del operativo como afirmó “hasta la conferencia” de los
miembros del Sistema Nacional de Seguridad Pública y si fue así, sería para
evitar filtraciones y restar efectos colaterales indeseables. Incluso,
garantizar la seguridad personal y la del primer círculo del gobierno.
Ahora, vendrá el repliegue
táctico de ambos bandos. Los efectivos del operativo de localización y captura
regresaran a sus bases distantes al epicentro violento y quienes se quedan,
estarán nerviosos porque serán los que de aquí en adelante podrían asumir las
consecuencias de esta acción militar. El entorno ha quedado turbio. Sospechas
de deslealtad y traición. Y ese mundo bizarro del crimen, no es alentador.
¿Cómo no recordar lo que
probablemente provocó la detención en 2008 de Jesús El Rey Zambada y meses,
después, la de su sobrino Ismael Zambada Niebla? La coincidencia del desplome
del avión donde viajaba Juan Camilo Muriño y el helicóptero, donde lo hacía
Francisco Blake, ambos flamantes secretarios de Gobernación, durante el mandato
presidencial de Felipe Calderón.
Pero, volvamos, al Culiacán del
post, del día después, ese de las calles con los restos mórbidos y silenciosos
de vehículos reducidos a cenizas, casquillos regados sobre el suelo y hierros
retorcidos que muestran un escenario de guerra, afortunadamente, con fallecidos
por debajo de los cálculos más conservadores, seis o siete, reconocidos oficialmente
hasta cerrar la pinza de este artículo entre ellos un coronel y cuatro escoltas.
Y seguro, un puño de sicarios, que no están ni estarán todos en esta
estadística mortal.
Quedó, de ese día, el sonido
lúgubre de helicópteros que rondan en las alturas haciendo la evaluación de la
jornada y convoyes de patrullas que circulaban por las avenidas en un extraño
recuento de los daños. También, seguramente, las reuniones de los hombres y
mujeres del gobierno para encontrarle la cuadratura al círculo y volver a la
normalidad. La construcción de una narrativa convincente capaz de quedar bien
con dios y con el diablo para, dirán, garantizar la gobernabilidad.
La adrenalina alimenta todo tipo
de relatos. Unos edificantes y otros deprimentes. Porque como me lo decía convencido
un periodista culichi: “Culiacán es una ciudad enferma”, donde una franja de
ella asume como propia la llamada narco cultura. Hace propia sus aspiraciones y
sus iconos; la parafernalia y su estética; la música y su apología; el lenguaje
y los gustos que llegan a ser esperpénticos.
Vamos, con un alto sentido de
pertenencia con lo prohibido y la búsqueda de cercanía con los personajes de
ese éxito de alcanzar no solo fortuna rápida sino, también, las relaciones
correctas. No habrán de pasar muchos días antes de que este jueves negro se
convierta en una narrativa salpicada de anécdotas chispeantes donde los
protagonistas no serán los caídos en el cumplimiento del deber sino, aquellos,
que salieron al 100, dispuestos a entregar su vida por esa tradición maldita. La
maldita costumbre de vivir en el filo de la navaja.
Al tiempo.
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