LA APLANADORA
LA APLANADORA
Ernesto Hernández
Norzagaray
Cualquier partido democrático que
haya sufrido el peso de una aplanadora política quizá no se podrá imaginar
convertido en ella y con todo su peso, además, que esté dispuesto a utilizarla
con quienes están en lo que fue su circunstancia.
Esto si lo vemos desde la ética
democrática nunca se recomendaría, pero en estos tiempos de canibalismo y pragmatismo,
la ética como la moral, dirían, es un árbol que da moras. Es el pan de cada día
desde la política salvaje, la del aquí y el ahora, la de la neutralización del
adversario y el apetito inconmensurable de ser dueño y señor de todo el pastel.
No es el mundo de Montesquieu sino el de Maquiavelo. Es asirse de todo el poder
para conservarlo en favor del “proyecto” lo que ello signifique como control
político.
Es lo que vimos en la Cámara de
Diputados con la aprobación fast-track del llamado Plan B de la reforma
electoral. Para la mayoría legislativa en su abyección no era necesario leer,
analizar, discutir, consensuar y votar para de esa manera construir en la
diversidad que es lo que corresponde en democracia. Se buscaba hacer sentir el
poder de la mayoría y la debilidad e impotencia de la minoría. O peor, hacer
cumplir y quedar bien con su jefe político.
No importaron los argumentos
sobre la constitucionalidad de ese largo tejido de reformas a las leyes
secundarias, reglamentos y códigos. Iban
a lo suyo. Imponer su peso específico. Su voluntad. Y en ese aplanamiento a sus
aliados seguramiento les permitieron introducir reformas para que les
favoreciera como minoría (o, ¿nos chupamos el dedo de que fue obra de un duendecillo
travieso?).
Pero, a la hora, de la hora, no
quedó. Y los culpables no fueron los duendes que circulan por los pasillos el
Palacio de San Lázaro alterando reformas presidenciales, en todo caso, fueron
diablillos que, una vez votada la minuta, con los votos de los diputados del PT
y PVEM, el presidente López Obrador metió la reversa cuando un periodista le
preguntó si la nueva versión del Plan B estaba en el proyecto de reforma
presidencial.
Y vino la reacción e indicación presidencial
a la mayoría morenista del Senado de la República para que se regresara a la
versión original. Sí, la versión original, a la que no se le cambio una coma. Y los aliados tuvieron que callar, hacer mutis
y chupar faros. Y vino, además, la orden para que esto saliera antes del 15 de
diciembre que es la fecha fatal del periodo ordinario de sesiones.
Ricardo Monreal, con el balón en
su cancha, y con su ambición política en la mente, empezó a hacer los
malabarismos a los que ya tiene acostumbrada a la audiencia al negociar con A
para que lo sepa B y a la inversa, negociar con B, para que lo sepa A, bajo el
argumento de que siempre buscará que las reformas tengan sustento
constitucional, y terminó cumpliéndole a A y a B, ¿cómo?, votó como quería A y no
le provocó problemas con la mayoría a B. Así, sigue, flotando en la atmosfera
de la sucesión.
El cómo constitucionalista sabe y,
así lo dejó entrever, en sus declaraciones a la prensa, que algunos o muchos de
los artículos del llamado Plan B son notoriamente inconstitucionales y que si
la Corte entra inmediatamente al fondo sin interferencias políticas podría significar
la derrota del presidente y su partido.
Pero, eso, al menos, hoy, no
parece importar porque domina el interés político. El presidente necesita esa
reforma para garantizar la ventaja de Morena en los comicios generales de 2024.
Sabe perfectamente que la oposición dará la lucha jurídica a través de amparos,
acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales.
Y ahí viene la siguiente apuesta.
Que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como ha sido costumbre se dilate
en resolver sobre la constitucionalidad de las reformas y de facto, terminen
naturalizándose, lo que a todas luces sería normalizar la violación constitucional.
No es casual que Porfirio Muñoz llame
a esto “golpe de Estado constitucional”. Y quizá sea una cuestión para reflexionar
o de edad, incluso, de resentimiento por el maltrato sufrido a este decano de
la política mexicana, cómo en algún momento lo consideró Ricardo Monreal, pero,
lo cierto, es que el andamiaje institucional del INE tiene soporte
constitucional y eso, parece no importar en estos días donde se impuso el abuso.
Y eso se habrá de hacer valer ante la Corte, pero, ojo, a su tiempo y cálculo.
Claro, la cuestión es el tiempo y
su alcance en los próximos comicios. Así, podría ocurrir, aquello de que “golpe
dado, ni dios lo quita” si esto permite ganar el Congreso de la Unión y la
elección presidencial de 2024. Tener la presidencia y volver a conquistar con
sus aliados la mayoría calificada en las dos cámaras para “profundizar la
Cuarta Transformación”.
En un escenario de este tipo
habría que preguntarnos si la Corte será realmente un contrapeso institucional
y constitucional. Es muy probable que no, cómo hoy ocurre, con los votos de los
ministros en temas relevantes.
El país está pasando por un
momento crítico. Está sufriendo una embestida desde el poder contra las
instituciones de la transición democrática lo que visto en clave de contrapesos
no parecen existir. Y eso resulta grave porque violenta el llamado pacto
democrático que permitió las reformas electorales y una nueva distribución del
poder. Es decir, los acuerdos, que hicieron posible lo que algunos politólogos como
Mauricio Merino ha denominado la “transición democrática vía elecciones” y, claro,
los procesos de alternancia que configuraron el México plural que hoy tenemos.
Y eso, es lo que hoy está en
peligro, con la amenaza de constituir un nuevo partido hegemónico como lo fue
la triada PNR-PRM-PRI, con una normativa electoral que como veremos, tiene grandes
dosis de inconstitucionalidad y eso significa la puerta de entrada al
autoritarismo simple y llano.
En definitiva, la aplanadora
guinda hizo su trabajo, pero se excedió al utilizar las leyes secundarias para
cumplir sus propósitos hegemónicos y consecución del proyecto cuatroteísta,
ahora viene la tarea de la oposición y al final el análisis y decisión de los
magistrados de la Corte que tendrán que avalar o rechazar lo que la mayoría aprobó.
Al tiempo.
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