LAS PROMESAS MARCHITAS (2)

 LAS PROMESAS MARCHITAS (2)

Ernesto Hernández Norzagaray

 

A Polo García

 

La sombra de lo que fuimos es una novela del escritor chileno Luis Sepúlveda que le granjeo el Premio Primavera de Novela Negra en 2009. Y antes de entrar al fondo del tema implícito, quiero narrar una anécdota. El domingo que cerró la Feria Municipal del Libro en Mazatlán me encontré en los accesos a Manuel Gómez Rubio, un viejo amigo y cómplice cultural, radicado desde los años ochenta en Zúrich y me preguntó, que libros había comprado y le mostré las portadas de dos que son de la autoría del escritor chileno.

Y fue Manuel quien me narro la anécdota de cuando Luis Sepúlveda fue a Zúrich a presentar una obra de su larga novelística y, mientras firmaba libros, se acercó una mujer más o menos de la edad del escritor para decirle su nombre y recordarle que habían compartido celda y tortura durante la dictadura de Pinochet. Al escuchar esto Sepúlveda dejó lo que estaba haciendo y se levantó rápidamente para fundirse en un abrazo largo del que estalló el llanto, ante el asombro interrogante de los que hacían cola para que les firmara su libro.

Sepúlveda fue un activo de la izquierda comunista de su país. Vivió la clandestinidad, la cárcel y el exilio. De hecho, muere en España en 2020, donde había escrito una buena parte de su obra.

Viene a cuento este preámbulo para reflexionar sobre el título de su obra señalada y sobre quienes dieron el paso y aquellos que creen o fingen haberlo dado. Son dos horizontes completamente distintos. Los primeros son los “imprescindibles” que identificaba Bertolt Brecht en aquel pensamiento que ha dado vuelta al mundo de la izquierda: «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles». Y muchos de estos hoy habitan en los cementerios del mundo. Otros nunca volvieron a ser los mismos. Se refugiaron en un estilo de vida clandestino incluso en democracia.

Algunos otros salieron a ver un mundo irreconocible y al que solo los mantenía vivos la ideología, la idea de la conspiración, el partido aquel de que “los hombres se equivocan, el partido comunista nunca se equivoca” (Como le dijo Evelio Vadillo a José Revueltas, quince años después de su desaparición en el Moscú estalinista por haber sido secuestrado y acusado de trotskista) y, que Sepúlveda, rememora en esa historia de los tres sexagenarios comunistas que se reúnen luego pasados 35 años de la llegada al poder de Pinochet en un viejo almacén de Santiago de Chile para realizar una temeraria acción revolucionaria. Quizá la última de su vida.

La acción revolucionaria se cae cuando el líder que los había convocado muere de una forma grotesca al pasar por debajo de un balcón desde donde aparece un tocadiscos que lo desnuca en medio de los gritos de un pleito conyugal.

Al saber estos sus viejos camaradas y velarlo se preguntaron como solía preguntarse el desnucado: ¿Qué nos la jugamos? Esta obra de Sepúlveda es la reivindicación de los perdedores en la lucha revolucionaria. De aquellos asidos a la praxis revolucionaria, y que solo tienen su antítesis en los conversos de la revolución. Los que Ismael Bojórquez identificó con nombre y apellido hace ya algunas décadas, en un recuento de sinaloenses, que crispó los ánimos de quienes fueron apareciendo periódicamente en ese álbum de identidades políticas renovadas.

Conversos al PRI. Conversos al PAN. Conversos a los negocios. Y, quizá, si volviera a escribir sobre el tema seguramente hablaría de los conversos acríticos al obradorismo y su 4T. Mañana al elegido o elegida a los que se atribuirán capacidades .

Estamos hablando de esa extraña manía de ciertos humanos de creer, refrescar el mito y “hacer” historia. Estar siempre al lado correcto de la historia con Juárez, Madero, Cárdenas y por supuesto, del preciso, de hoy en Palacio Nacional. No hay tiempo que perder. Los años apuran y pesan.

Y es que detrás de cada uno de ellos está el mito de la revolución. Ese tatuaje de la memoria, la lengua, la saliva expulsada, el teclado vociferante. El ajuste de cuentas escritas con quienes no está en sintonía. Y es que metamorfoseando al psicoanalista Santiago Ramírez, quien alguna vez sentenció en su libro seminal: Infancia es destino, lo mismo sucede con la primera edad política, la que se unta indeleblemente a la piel.

Con una gran diferencia entre quienes actuaron en consecuencia y sobrevivieron y aquellos que se quedaron en la frontera de la ideología de los lemas. Que no fueron capaces de dar el paso al riesgo y en el último jalón de la vida, rememoran en la épica de la nostalgia, con sus símbolos y mitos por eso, su mansedumbre y la renuncia a la conciencia, que es el único resorte de estar vivo como aquel personaje del escritor ruso León Tolstoi en la novela La Muerte de Iván Ilich, que se debatía entre el “debe ser” y el “ser” de tal manera, que en el lecho de muerte llegó a la conclusión irremediable, de que el único momento vital de su existencia era precisamente el de la muerte, cómo la acción de los camaradas chilenos que se sintetiza en ¿qué nos la jugamos?

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