LEER LOS ESCÁNDALOS POLÍTICOS SIN PREJUICIOS
LEER LOS ESCÁNDALOS POLÍTICOS SIN PREJUICIOS
En lo alto de las ola que ha
provocado el escándalo de las “mansiones” de la pareja López-Adams en Houston, en
el de los saldos encontrados por la Auditoria Superior de la Federación (ASF) de
las obras insignias del presidente que arrojan hallazgos presumiblemente
corruptos, en el de los asesinatos de periodistas que ya alcanzan seis en lo
que va del año y todos ellos, seguramente contribuyen a la caída de la percepción del
presidente y peor cuando este, en lugar de hacer un alto en el camino, apostando
por la concordia, ayudando a las instituciones encargadas de la impartición de
justicia, inopinadamente, arremete nuevamente
contra los periodistas Carmen Aristegui y Carlos Loret de Mola sin obtener el
refrendo esperado.
Y es que ante los escasos estudios politológicos
del escándalo en México, el periodismo ha hecho la tarea valiosa revelando
cuatro esferas de lo público: Conductas contrarias al interés público cometidos
por individuos que tienen responsabilidades institucionales; conductas que afectan
las normas vigentes, los sistemas de valores y códigos morales colectivos; y
que están asociados al tema de la representación política y, por ende, al de la
rendición de cuentas que en algunos casos lleva a crisis institucionales ante
la incapacidad de administrar los conflictos de interés.
El escándalo político es
producto de la exhibición de elementos secretos del político en funciones o
institucionales por malas decisiones que generan expresiones de desaprobación
pública en los medios masivos de comunicación; e implican, además, denuncias
judiciales y mediáticas; lo que genera un daño a la reputación de los agentes
responsables de las instituciones y finalmente, aunque no todos los casos escandalosos,
son un escándalo político, aquellos generalmente son desviaciones a la norma, estos
son mecanismos de reacción y control social.
Es el caso de la investigación
periodística de las casas de Houston de la pareja López-Adams que busca y logra
pegar al relato anticorrupción y austero del presidente López Obrador a través
del estilo de vida de su hijo José Ramón a quién se le ve viviendo en “mansiones”,
con alberca de 23 metros y manejando una camioneta BMW último modelo.
Qué si es prestada, rentada o si la
paga él, o Carolyn Adams, es parte de la dinámica del escándalo político, cuanto
provoca conversación pública y produce efectos en la imagen del presidente que
todos los días pregona la austeridad y critica severamente a quienes tienen
actitudes aspiracionistas.
Y ayuda la falta de resortes
institucionales para tener un control de daños cuanto el presidente asume la
defensa personalísima de su familia y lo hace mal bajo la máxima: “Al ladrón,
al ladrón”, cómo cantaría Joaquín Sabina en el Hombre del traje Gris.
La responsabilidad institucional,
obligaría, a que cualquier presidente en democracia en casos presumibles de
corrupción en su entorno inmediato, afectivo, encabezar la investigación exigiendo
que las instituciones hagan su trabajo y evitando contaminar la atmosfera
pública absolviendo con supuestas conspiraciones de sus adversarios políticos.
Sin duda, en este escándalo, hay
una fuerte dosis de conspiración, pero válida en democracia porque el
periodismo es uno de sus pilares cuanto genera información valiosa para la toma
de decisiones de sus ciudadanos.
Nadie en sus cinco sentidos puede
argumentar que las “mansiones” nunca existieron y menos que es una invención
del periodismo. Siguen ahí, dónde siempre estuvieron, aun, cuando otros, sean
los nuevos inquilinos, y habiendo dejado ya su estela de duda.
Consulta Mitofsky presenta
información el pasado domingo del estado de ánimo social cuando señala que el
79.3 por ciento de los encuestados perciben que, en el gobierno de López Obrador,
hay “mucha o regular” corrupción.
Es decir, de cada diez, ocho, así
lo consideran, lo que significa, un mazazo en el relato anticorrupción que
llevó a López Obrador a la presidencia de la República. Ningún otro escándalo
había pegado tan duro a la línea de flotación de su gobierno. Y la respuesta ha
sido pobre. Falta de reflejos, lejos de lo que hacía el equipo de campaña con
Tatiana Clouthier a la cabeza y que ha dejado testimonio en su libro: Juntos hicimos
historia.
Y es que mire, el presidente busca,
desesperadamente, saldar el escándalo con su “verdad” desde la alta tribuna, descalificando
al mensajero al que le da vuelo. Y su metralla mediática parte, del supuesto erróneo,
que desacreditándolo se le inhabilita moral y profesionalmente buscando lograr
una sentencia moral que dejaría a salvo a sus protegidos lo que sirve para sus
huestes, pero, no para el resto de la población.
Y otro error, con esa respuesta la
ley se mella, queda sin filo y da pie, a que este y otros casos, se vuelvan una
simple anécdota, más, en un país, donde han proliferado y proliferan los escándalos
de corrupción.
Más, todavía, cuando afirma él e ideólogos
del obradorismo, como Rafael Barajas, El Fisgón, que señalan una cruzada de la
derecha internacional donde están los intereses de grandes corporativos mediáticos
y periodísticos, que, cierto, merecen ser llevados ante la justicia cuando se demuestren
casos reales de corrupción, no hipotéticos, ni en función de una coyuntura y
necesidades de un político poderoso, mucho menos, por el rencor.
Hay mucho de esto, vivimos en un
mundo globalizado, pero, no basta tener el esquema teórico y la sobriedad con
el que El Fisgón intentó fustigar a Carmen Aristegui para el gustillo de los
obradoristas y, peor, cuando el presidente está con ese dale y dale, de
periodistas que se “venden, se alquilan, que están al servicio de estos grupos
de poder y son grupos de presión” para continuar preguntando en su monólogo
matutino: ¿Saben para qué los usan? Para sacar prebendas (…) para medrar, sacar
provecho. Si no les dan concesiones, contratos, ahí va el reportaje en contra”.
Aceptemos, que así sea, sin
conceder, porque eso tendría que demostrarse con investigaciones judiciales: Entonces,
en todo este berenjenal ¿dónde quedan los presuntos casos de tráfico de
influencias o el desvío de los recursos públicos exhibidos si ya se cuestionó éticamente
al mensajero o a los mensajeros? ¿era un invento? ¿nunca hubo nada? y solo ¿hay
buenos y malos periodistas?
Carmen Aristegui dio catedra
cuando dice que el periodismo debe acotarse a “…nuestro trabajo, la audiencia y
los anunciantes, anunciantes que pueden oír y ver la gente en el programa y en
el portal”.
Para, agregar, lo que, a mi
juicio, es el quid de la cuestión en el diferendo del presidente con los medios
de comunicación y los periodistas. Vamos frente al escándalo político. Reflexiona
Aristegui: “Coincido en que es necesario para la democracia que se transparente
todo lo que se tenga que transparentar en cuanto a la estructura de los medios,
a los intereses de los medios, tanto políticos y económicos”.
Esa es la base de la relación del
poder político y los medios de comunicación en democracia. Así funciona en
otras democracias más institucionalizadas y menos sujeta a los humores de una
persona, por más poderosa que sea y ese es el camino al entendimiento. No
generando verdades paralelas, emotivas, rencorosas, y menos, dónde pudiera
haber conflicto de interés, cuando desde el eje del poder presidencial, defiende
con todo a su familia, amigos y correligionarios.
Es, donde desaparece el presidente
demócrata y surge el presidente con rasgos autoritarios. Entonces, lo que está
en juego en los escándalos, no sólo es la impunidad que, en sí, es grave, sino
la relación del poder presidencial y los medios de comunicación y, peor, con los
periodistas, que, como se sabe, están en la mira de pistoleros que los asesinan
en los accesos de sus casas o aparecen muertos en la cuneta de una carretera, cómo
fue el caso de Michelle Pérez esta semana, el sexto periodista asesinado en lo
que va del año. Por eso, el reclamo ejemplar, solidario y emotivo, en los foros
donde asistió el presidente y dónde lo único que ha sucedido es que hay una
nueva periodista muerta.
Y es que utilizar la conferencia mañanera
para denostar a Carmen Aristegui o Loret de Mola, a los “periodistas conservadores”,
y no tratar los temas de fondo, es mostrar donde están las prioridades del
presidente o lo perdido que se encuentra en su relato anticorrupción y
conspiracionista, cuando debería ser la lucha contra los asesinos de
periodistas y el combate contra la pobreza y la desigualdad social, cómo bien
lo recordó Alejandro Páez, en estas mismas páginas, hace dos semanas, sin que
pareciera tener eco, en las decisiones de Palacio Nacional.
Ahora, la pregunta es si los
otros poderes, especialmente el judicial, saldrán del papel de espectadores donde
sus integrantes parecen estar comiendo palomitas y hacer su trabajo antes de
que nuestros escándalos escalen en los tribunales estadounidenses y no en los nuestros,
o en el caso, de la ASF, se deje sin aclarar porque el presidente rápidamente
salió a absolver con su ya clásica retahíla de “no somos iguales” y “en mi
gobierno no hay ladrones”.
El problema es que está la
evidencia en esa información continua en el caso de los López-Adams que amerita
ser esclarecida, cómo ha sucedido con la apertura de un expediente de
investigación y qué bueno que así sea, para que de ser eficaz haya una mayor
cantidad de información que sirva de contraste a los ciudadanos, y en el caso,
de la auditoria federal, que después de sus dichos absolutorios ofrezca
solventar los vacíos en los tiempos previstos en la ley.
En definitiva, el sustrato de los
escándalos políticos, independientemente del grado de verdad o falsedad que hay
en ellos, lo cierto es que pegó y fuerte en el relato dominante de este
gobierno y no será auto exculpándose ni agrediendo, cómo se recuperara la
credibilidad de un presidente a la baja, si no a través, de allanar el espacio
para que funcionen las instituciones en beneficio del país de lo contrario estará
el campo fértil para el siguiente escándalo que seguramente se está cocinando
en algún fogón de la oposición. Al tiempo.
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