JACK KEROUAC EN MAZATLÁN
JACK KEROUAC EN MAZATLÁN
¡Oh el mar sagrado de Mazatlán, y el gran
valle rojo vigilante, con burros y asnos, y caballos rojos, café y pulque de
cactus verde! (…) A tres kilómetros de distancia, las tres muchachas reunidas
en un pequeño grupo hablaban justo en el centro concéntrico del círculo del
universo rojo. La dulzura de sus palabras nunca nos alcanzará, ni las olas de
Mazatlán, destruidas por su propio estruendo. Suaves vientos marinos adornan el
pasto; a lo lejos, tres islas, a un kilometro de distancia, rocas. Al fondo, en
el crepúsculo, entre los techos de las chozas de barro, la Ciudad de la
Inocencia… (México inocente, ediciones del milenio)
Son las imágenes del escritor
beat que se inmortalizó con sus relatos On the road (En el Camino) que lo había
llevado a un permanente viaje por la mítica ruta 66 que conecta el este, con el
oeste estadounidense. De Nueva York a San Diego. Y de ahí, hacia el sur.
Nuestro México. Eran los primeros años de los cincuenta. Un México marcado por la
pobreza y el aislamiento. De largas y cansadas travesías por el desierto, las montañas
y los valles. Y un largo mar azul, que los vagabundos gringos en los pasados
años cincuenta disfrutaban a la luz de la luna y las estrellas, mientras
consumían mariguana, y alucinaban con el peyote y la mezcalina.
Jack Kerouac, icono de la cultura
underground, era uno de ellos y tatúo a la generación que había sobrevivido
a la segunda guerra mundial, con sus decenas de millones de muertos. Aquella que
no aceptaba el triunfalismo de la posguerra y que recupera Martín Scorsese en
la película ¡New York, New York!, donde todo era alegría y festejo, con un
horizonte prometedor, representado en la cinta en los rostros lozanos de Liza
Minelli y Robert de Niro.
Ahí, estaban, las amplias
avenidas del progreso de la nueva revolución industrial y la vanguardia
estadounidense. Del american way of life. La Norteamérica feliz
configurada a través de los rostros de Frank Sinatra, Marilyn Monroe, Dean
Martin, Greta Garbo. Elvis Presley o John Coltrane. Aunque también estaría la
contraparte. La mafia italiana, la CIA y el FBI de la guerra fría, la
bipolaridad norteamericana-soviética. El macartismo que andaba a la casa de los
comunistas norteamericanos considerados apátridas, traidores y Woody Allen refleja
en la cinta magistral El Prestanombres.
Pero, en medio de estas
complejidades internacionales, apareció William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginberg,
Gregory Corso y otros más, que formaron parte de la generación beat, con su
literatura, arte, poesía, budismo, drogas, sexo, viajes siderales. Provocando al
orden del establishment norteamericano. Sus instituciones y el singular
sentido de justicia. Los beat hacen de su credo una militancia para una vuelta
a lo básico. Lejos de la sociedad de consumo. No es casual que se les reconozca
como los padres del hippismo. De la ciceriana vuelta a los sonidos de la
naturaleza. El amor y paz que guiaba los destinos de quienes se refugiaban en
las comunas de las montañas californianas.
Y más, por la constante reflexión
en el viaje, que emprendían sin fecha de regreso. Bien, dice Kerouac, que
fueron vagabundos Cristo y Buda, pero también lo recuerda Bruce Cook, en su
biografía beat a los personajes de Mark Twain. La larga tradición de la
vagancia norteamericana que también ejercieron los llamados escritores de la
“generación perdida” con Ernest Hemingway, John Steinbeck, Scott Fitzgerald,
John Dos Pasos, Henry Miller, Anäis Nin.
Mucho se ha escrito de la obra de
aquel grupo de “vagos y malvivientes”, antítesis del buen norteamericano, que
se esfuerza por ser productivo para salir adelante y ser ejemplo de éxito en su
comunidad. Allen Ginberg, diría, en contra, lo que piensa en su celebrado poema
Aullido: “Vi
las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas
histéricas desnudas arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en
busca de un colérico pinchazo…”
Hay quienes, dicen, que el paso
por el estado era obligado cuando iban a la Ciudad de México a encontrarse con
su gurú y patriarca, el escritor yonqui William Burroughs, quien se hizo famoso
primero por el tiro que le dio entre ceja y ceja a Joan Vollmer su esposa, y
luego por su obra, incluso, alguna vez escribió desconsolado probablemente en una
celda del llamado Palacio Negro de Lecumberri: “Todo me lleva a la atroz
conclusión de que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”.
Mazatlán, entonces, fue una parada
más en ese largo viaje de introspección filosófica y de ese momento, nos queda
de Kerouac en la entrada del hotel La Siesta: “Las únicas personas que me agradan
son las que están locas: locas por vivir, locas por hablar, locas por
ser salvadas”.
No quiero cerrar este texto sin
dejar de recordar a quién fue quizá el único beat sinaloense, tardío, pero beat,
el artista plástico: Roberto “Pito” Pérez Rubio, por eso distinguimos su casa
en vida, con un fragmento del poema Aullido de Ginsberg.
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