LA DISCULPA, ¡COMO RIDÍCULO!
Milán Kundera, el gran escritor checo, compiló una serie de relatos en un texto muy celebrado desde el mismo título: El Libro de los amores ridículos (Tusquets, 1986), donde el autor explora la extraordinaria banalidad del ser humano. Esa propensión infame que tenemos por desnaturalizar las relaciones humanas sean las amorosas o las políticas; familiares o de trabajo. Unas veces cómo una insensata obligación y otras, muchas, cómo evasivas que rayan en lo ridículo.
¿Y qué es el ridículo? El prestigiado diccionario Merriam Webster lo
define como aquello “que sugiere un absurdo que excita tanto a la risa como al
desprecio”. Es decir, que el expuesto nunca ganará porque el ridículo también
es una suerte de tatuaje, historia de vida, forma de ser e interrelacionarse.
Vamos, es percepción colectiva,
si el sujeto es personaje público. Aun cuando éste juego se de en forma de
solemnidad e inteligencia mediática. Y es que lo ridículo es obvio, automático,
genera animosidad. Está expuesto a los ojos de cualquiera. Y hasta el más tonto
lo ve. Lo huele y sabe de qué está hecho el aroma discursivo. Y también el de quien
lo emite.
Y es que el ridículo se
manifiesta en el acto cómo un ocaso marino, más no es efímero, porque permanece
en el imaginario, como recuerdo o piel vivida. Cómo una respuesta a bote pronto
especialmente en la política. Es la idea cultivada en el inconsciente de los
políticos quienes muchos de ellos piensan que su palabra es ley y los
gobernados sumisos, tontos, o peor, que solo cuentan cómo depósito de discursos
infames.
Pero, cómo bien lo dice la
sabiduría popular, el tonto es otro. El que piensa que ante un argumento o
mejor una sentencia, está el recurso de la engañifa jurídica, el medio para
ganar el tiempo tan preciado en política, el letargo como estrategia contra el
olvido.
Sí, esos recursos mediante los
cuales los abogados terminan por complicar un problema sencillo, convirtiéndolo
en una madeja de leyes, artículos, cláusulas para mantener el “debido proceso”.
Pero, esa vacuidad racional, tiene su mayor agravante en la sutil y contundente
percepción de las personas.
O dígame si no, con este ejemplo
tropical, que huele a engañifa jurídica y llama a la pena ajena. Hace unas
semanas el Tribunal Electoral de Sinaloa resolvió a favor una queja interpuesta
por la Síndica Procuradora que el alcalde de Mazatlán ejercía violencia
política de género y le impedía realizar sus funciones de contraloría por ley.
El tribunal luego de analizar el
caso exhortó razonadamente al alcalde a que pidiera una disculpa pública en un
plazo de diez días y que a la síndica se le permitiera realizar su trabajo tan
importante para la salud financiera del municipio. No cumplió ni uno, ni lo otro.
Y, es qué para no ver afectado su
ego, prefirió litigar el asunto en la sala regional del TRIFE. ¿Litigar sobre
dar o no dar una disculpa en un tribunal federal? ¿Litigar sobre dejar hacer o
no su trabajo a un cargo electo previsto en la ley, contra un voto ganado en
los comicios de 2018? ¿De qué tamaño es ese ego o qué es lo que esconde esta
administración poco transparente en el manejo de los dineros públicos?
Cuando es conocida la propensión de
esta administración al derroche, sea en el Carnaval o en ese viaje a Madrid con
más de ochenta invitados con cargo a las finanzas públicas municipales y, sin
ningún beneficio ostensible para el puerto.
Quiero, por un momento, imaginar
la cara de los magistrados cuando tengan en sus manos este bodrio jurídico.
Seguramente van a pasar de la sorpresa a la risa; de la risa al llanto y ese
documento pasará a los anales de los amparos ridículos.
Y, se habrá de imponer la cordura
y razón jurídica, expuesta por el Tribunal estatal con sus consecuencias
naturales sobre la administración pública del puerto. El alcalde habrá hecho el
ridículo y con ello la representación que detenta.
¿Qué necesidad de sufrir estas vergüenzas
públicas cuando lo racional es conducirse en forma correcta, transparentar lo
público y dejar trabajar a la compañera de la fórmula morenista? Cumplir con lo
ofrecido en campaña, lo que haría la diferencia y por lo que decenas de miles
de ciudadanos votamos a la opción Morena.
Esperábamos lo justo, no el
ridículo que estamos presenciando en medio de la tragedia y todo por una
obsesión política. Ahora, se podrá decir con cierto aire de suficiencia, los
mazatlecos ya deberíamos estar acostumbrados. Tuvimos un Rodríguez Pasos y
luego algunos pillos de triste memoria. Pero eso lo intuíamos cuando sabíamos
de su pasado, su fortuna, su propensión al cinismo, al arreglo bajo la mesa. A
la desvergüenza.
Y es que eso seguramente cultivo
el hartazgo y llevó a reorientar el voto. A la esperanza de algo decente.
Acorde con la necesidad y un proyecto que lo mínimo que podía tener era decencia
y cohesión del grupo gobernante. Más, luego, nos dimos cuenta de que habíamos
elegido un ego. Y sólo él cabía y corrió a los más libres, independientes. Y
otros más quemaron las naves sin aspavientos, en el silencio de la noche.
Entender esto nos lleva inevitablemente a la
disculpa no otorgada a la más fiel del ideario morenista en este gobierno. Ese
ejercicio de humildad que no cabe en el dedal de un ego que ahora aspira a
llevarlo a todo el estado. Sea con el aliado que fuere se trata de sumar. Solo
sumar de cualquier color. Y eso es la política pragmática. Sin principios. La
que evita el pago del psicoanalista porque cuando la autoestima es tan grande
basta verse todas las mañanas frente al espejo y repetir aquella pregunta loca del
relato de los Hermanos Grimm.
Pero la vida, cómo los relatos de
Kundera, nos muestran que los egos son efímeros, y más en el tiempo vertiginoso
y azaroso de la política, y lo que permanece en el recuerdo colectivo
sorprendentemente no es una calle pavimentada con ciclovía, una glorieta con
una fuente y flores, y menos todavía, los fastidiosos discursos de autoelogios,
que trae los elogios de los incondicionales, los “del equipo”, sino lo
intangible, que ante el desastre vivido permanece por el don de gente, la
sencillez y cordialidad, una lágrima oportuna, lo que en política genera
lealtad, afectos, lo que permanece por encima del ridículo.
¡Al tiempo!
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