Narco música ¿libertad de expresión o libertades públicas?
Narco música ¿libertad de expresión o libertades públicas?
Ernesto Hernández
Norzagaray
Después de los acontecimientos
violentos en Texcoco, Estado de México, se ha reabierto un viejo debate en
torno a la llamada narco música. Se dice, por un lado, que este género musical representa
una apología de los generadores de violencia y como antídoto algunos gobiernos,
como Jalisco y Michoacán, han decidido prohibir su interpretación en cualquier
evento social que se celebre en sus territorios, y por el otro, están, quienes,
racionalmente, ven detrás de esta prohibición extendida una suerte de combate a
las expresiones populares. La vieja
historia sin distingo de que los corridos lo único que hacen es registrar los
acontecimientos qué ocurren en distintas regiones del país y que han generado
intérpretes que llegan a concentrar a miles en eventos públicos.
Ciertamente, la discusión convoca
el tema de las libertades públicas, a la pregunta de hasta dónde este ejercicio
de libertad de estas manifestaciones “populares” -que, en realidad, obedecen a
una industria empresarial que anualmente genera cientos si no miles de millones
de dólares- interfiere, con las de otras libertades y exige buscar el punto de
equilibrio en beneficio de la sociedad.
Y es que los límites entran en
conflicto con otros derechos o valores fundamentales como la seguridad, la
dignidad humana o el orden público.
Ahora bien, es necesario
distinguir entre una narrativa crítica de esas historias que se generan en
torno a los negocios del crimen organizado, como de sus personajes legendarios y
otra muy distinta, qué es la apología directa o glorificación de la violencia.
Y para sopesar una y la otra, es
fundamental considerar el contexto, el lenguaje y la intención. Bajo esa matriz
problemática habría que distinguir entre los grupos musicales, canciones, escenografía
y hasta el énfasis de los intérpretes.
Esto es, no es lo mismo escuchar
las historias que durante décadas nos han ofrecido Los Tigres del Norte a los
corridos tumbados de cantantes y grupos como el Komander, Peso Pluma o los Alegres
del Barranco.
En México, la narcocultura, es
una realidad indiscutible con toda su parafernalia que va desde la capilla de
Jesús Malverde en el corazón de Culiacán, la estética narca que se ha
popularizado especialmente entre los jóvenes, libros de culto, la
cinematografía de largas series de exaltación de la violencia hasta los
escenarios, dónde se glorifica a las “hazañas” de los personajes más
emblemáticos del crimen organizado.
Entonces, cómo sociedad no
estamos ante un problema menor pues esta música en sus distintas variantes está
en los grandes y pequeños medios de comunicación, en las redes sociales y en
los centros recreativos.
Lleva entonces a preguntarnos
cómo equilibrar la libertad de expresión y la protección de otras libertades
que son igualmente constitucionales y que debemos salvaguardarlas para que una
no se imponga sobre las otras.
Este es el debate de fondo. Reivindicar
sólo el dudoso carácter popular de estas expresiones cuando hay una industria
operando para reproducir mercantilmente estas expresiones que no surgen de las
raíces del pueblo sí no de empresas dedicadas profesionalmente a su promoción es
caer en la lógica interesada de ellas.
Se oye muy mal, en estos tiempos de
reivindicación de libertades, prohibir o censurar expresiones viniendo desde
posiciones de poder como son los casos de Alfredo Ramírez Bedolla, gobernador
de Michoacán o Pablo Lemus Navarro de Jalisco, rápidamente, provocan una polarización
de opiniones.
Que adquieren una dimensión
superlativa cuando la atmósfera está cargada de acciones criminales y
referentes mediáticos como son los casos del rancho Izaguirre de Teuchitlán o en
la Feria Internacional del Caballo de Texcoco.
Ante esos sucesos, hay poco
margen para que el gobernante ante una prensa exigente pueda esgrimir otro tipo
de argumentos más de largo plazo más que el inmediato golpe sobre la mesa de la
prohibición y censura de este tipo de interpretaciones musicales.
Y es que, como país, tenemos un serio
déficit educativo que explica con qué facilidad se incuba este sistema de
antivalores capaz de corroer lo que se desprende de los principios
constitucionales.
Lo que más sorprende es que el
llamado movimiento de la cuarta transformación no tenga una estrategia al menos
uniforme de cómo combatir este sistema de antivalores. Y es así, como la
presidenta Sheinbaum, se pronuncia en contra de cualquier prohibición en la
materia mientras Ramírez Bedolla gobernador de su partido decide prohibir o
censurarlas.
Hace falta una reflexión de fondo
no sólo en los partidos de la 4T sino en las instituciones representativas sobre
este tipo de expresiones que, dicho de paso estamos exportando hacia otros
países, de manera qué se extiende la estigmatización de nuestro país, como un
país de narcos.
Aquí cabe preguntarse qué están
haciendo las instituciones de cultura para contrarrestar este estigma que se ha
irradiado por el mundo. Sea promoviendo espacios donde jóvenes y adultos puedan
reflexionar sobre el contenido de esta música o la inclusión de curso de temas
de alfabetización mediática y ética de la educación. No se ve.
En definitiva, si el gobierno de
la República o de los estados, llega a a decidir regular en medios públicos o
plataformas digitales estas deberían ser transparentes, proporcionales,
respetuosa del debido proceso y los derechos de autor cómo fundada en criterios
legales claros.
Así mismo, más allá del Estado
debe haber una corresponsabilidad donde artistas, empresarios, plataformas
digitales y audiencias, estén en sintonía con una política, para ofrecer un
producto qué dignifique al ser humano y poner, a esos personajes que son
exaltados en las canciones a una suerte de dioses justicieros y que las masas frecuentemente
violentas le deben culto en esas grandes y estridentes catedrales de la música.
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