POPULARIDAD: espectáculo y protesta
POPULARIDAD: espectáculo y protesta
Ernesto Hernández Norzagaray
Para nadie es desconocido que AMLO se mantiene con altos
índices de popularidad. En la víspera de su cuarto informe de gobierno el oráculo
de encuestas de percepción demostró que esta oscilaba entre el 54 y el 70 por ciento
lo que da un ponderado del 61 por ciento. Muy por encima de la percepción de
los cinco últimos presidentes de la República.
La popularidad es un concepto polisémico. La Academia de la
Lengua Española la define como: “Aceptación y aplauso que alguien tiene en el pueblo”.
Y esta proviene de diversas fuentes por ejemplo un actor de cine puede alcanzar
altos niveles de popularidad como la de un influencer en redes sociales.
En
el caso del político la popularidad si la vemos como legitimidad ya lo decía el
sociólogo Max Weber podría provenir de tres fuentes: la tradición, el carisma y
la racionalidad. La tradición es aquello que proviene de la historia y que
otorga poder a un personaje como es el caso de los monarcas. El carisma en
cambio está referido a la cualidad de ciertas personas que tienen capacidad de
liderazgo y que puede llevar a un gobierno unipersonal, fuerte, omnipotente. Y
la legitimidad racional no puede ser otra que la proveniente del voto.
Las
dos últimas modalidades frecuentemente se combinan o buscan escalar a través
del marketing político. Y hay casos exitosos como fue el de Barack Obama y en
las antípodas el caso de Adolfo Hitler. Uno fortaleció las instituciones de su
país mientras el otro las destruyó para crear un poder personalísimo y
militarista que costó la vida a más de 50 millones de personas.
El
caso de AMLO es producto de una elección donde arrasó al obtener más de 30
millones de votos. Y su carisma está construida con el barro de una “vida de
lucha”, de un talante “incorruptible”, de estar “cerca de los problemas de la
gente” y por el relato polémico pero eficaz del “robo en 2006 de la Presidencia
de la República”.
Esto
en una atmosfera cargada de malas noticias por la corrupción de la élite
política fue el insumo que provocó el triunfo arrasador de López Obrador en
2018.
Ya
en el gobierno hay coincidencia entre diversos observadores políticos que sus
altos índices de popularidad son producto de tres procesos en curso: Las
conferencias mañaneras que le permiten frecuentemente al presidente López
Obrador poner al día los temas de la agenda mediática y estar en contacto y con
lenguaje llano tocando los temas que interesan a la gente; los programas
sociales que alcanzan a millones de mexicanos que sienten que por fin hay un
presidente que les “da” algo mientras los anteriores “se lo robaban” que es una
constante en la prédica obradorista y, por último, está el relato de la “honestidad
valiente” y la austeridad que la gente lo compra aunque el presidente viva en
Palacio Nacional o que uno de sus hijos lo haga a todo lujo en Houston, Texas.
Al
final, el balance es positivo en las encuestas y eso le permite, manejarse con
cierto margen de éxito, en temas escabrosos, como los que tienen que ver con la
continuación del ejército en las calles sin que haya resultados positivos en la
estrategia de seguridad pública.
Entonces,
lo que tenemos es que la popularidad es una construcción ideológica que combina
el triunfo electoral, el carisma y los programas sociales destinados a mitigar
la pobreza.
Esta
combinación dulce genera en ciertos sectores la percepción de que ahora se está
mejor que con los anteriores gobernantes “que todo se lo robaban” importando poco
la pobreza de la gente.
Pero,
las cosas no son tan sencillas, tener popularidad no significa que los grandes
problemas del país vengan a menos, sino que se está alimentado constantemente
la psique de un pueblo profundamente necesitado y sentimental. En deuda
cultural con la Virgen de Guadalupe y con Pedro Infante el de Pepe El Toro.
No
es casual entonces que en esa lógica el “buen gobierno” sea festivo dado a la
espectacularización de los actos públicos. Que organice constantemente espectáculos
en grandes escenarios como los del sábado pasado en el Zócalo de la Ciudad de
México donde 280 mil personas -todo un récord- que asistieron para disfrutar de
la música de la Banda Firme, que permitió un respiro ante los problemas
cotidianos.
Sin
embargo, sorprendentemente, cuando terminó la fiesta colectiva, el espectáculo que
sació el stress cotidiano, se empezó a reforzar la seguridad de Palacio
Nacional con muros de hierro, para que los manifestantes en los actos conmemorativos
y de “lucha”, por los ocho años de la desaparición de los estudiantes normalistas
de Ayotzinapa, no agredieran las instalaciones como si lo hicieron a su paso
por los establecimientos del centro de la capital del país.
Algo,
ahí no checa, la popularidad del presidente no sirve como contenedor de la
rabia de este sector social movilizado. Como tampoco para las familias con
hijos de desaparecidos. O freno a los homicidios dolosos y de los feminicidios
o, peor, no mitiga las masacres que cruzan regiones enteras del país. La
popularidad se diluye en la protesta pública. Muestra su fragilidad. Aflora el
descontento contra esa idea del relato justiciero y la fiesta permanente. Del
carisma que todo parece resolver en la conferencia Mañanera.
Y,
así, el presidente de los 30 millones de votos se atrinchera en Palacio
Nacional. Para el día siguiente volver con la conferencia y su relato
justiciero más la lucha contra los privilegiados. La doctrina para los adictos
y sus repetidores en los medios de comunicación digital. La propaganda para
mantener los niveles de popularidad en las encuestas de percepción sobre el
personaje y no de su gobierno.
Bien
lo decía un senador de la República, cuando señalaba que la popularidad no
significa buen gobierno, significa que la gente simpatiza con un personaje por
diversas razones, pero no con el rendimiento de las políticas públicas que está
visto en nuestro país se encuentran abajo en la escala de calificación.
En
definitiva, si la popularidad de AMLO está construida sobre cimientos emocionales
habría que preguntarse porque no contiene, ni canaliza el descontento, y porque
necesita de los muros de cantera y metal, y si esta es heredable a su sucesor o
sucesora.
Al
tiempo.
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