LAS PROMESAS MARCHITAS
LAS PROMESAS MARCHITAS
Todos ellos eran jóvenes, con la
cabeza a pájaros, libres, rebeldes, irreverentes, inteligentes, dictaban a cada
paso revolución, con Marx y Lenin bajo el brazo, pontificaban en la plaza pública,
aleccionaban a los nuevos en la lucha de clases, en el porvenir de una sociedad
sin distingos sociales, con derechos universales y la hermandad del
internacionalismo proletario.
Simpatizaban con la revolución
cubana y la épica liberadora del Che Guevara, con los destellos de los
revolucionarios en la guerrilla sandinista y la de Farabundo Martí, la de las
FARC y el ELN colombiano, el PC y el MIR chileno, el ERP y los Montoneros
argentinos y hervían en la pasión revolucionaria que provocaba las guerrillas
de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas como también las actividades clandestinas de
la LC23 septiembre.
Pero, a pesar de que les hervía
la sangre de tanta épica revolucionaria, nunca dieron el paso al riesgo cómo
nunca renunciaron de la seguridad del confort, se quedaron en el discurso de los
que Sabina llama “rojos de salón” y, fue así, como se quedaron leyendo a los
clásicos revolucionarios -algunos solo los manuales de la Academia de Ciencias
de la URSS- y eso, si fueron muy útiles para “dar clases”, que era un eufemismo
de esparcir la doctrina de la revolución.
En las asambleas era los que
primeros que levantaban la mano y la voz -algunos lo siguen haciendo, pero ya
con pausas- y en el aula eran los que cuestionaban a los profesores
“reformistas” que “no cuestionaban” el establishment porque, decían, querían
conservarlo en lugar de combatirlo.
Muchos de ellos se convirtieron
en profesores y reeditaron las enseñanzas, algunos se fueron a estudiar fuera
del estado, y volvieron con nuevos arreos académicos, pero no despuntaron más
que como docentes nunca como creadores de nuevos conocimientos.
¿Para qué?, una vez me preguntó
con audacia uno de ellos, ya todo está escrito, no se trata de interpretar el
mundo, sino de transformarlo, mientras esbozaba una sonrisa de satisfacción que
ni siquiera se le hubiera ocurrido al mismísimo Marx.
Ese aire de autosatisfacción
luego lo vería en otros incluso cuando cuestionaban que otro se hubiere ido a
estudiar una maestría o un doctorado certificado, y decían “le pagan más y
enseña lo mismo que yo”. Los títulos son papeles, decían con desprecio.
Nunca esa inteligencia y talento,
con el que provocaban admiración entre sus alumnos colonizados, se tradujeron
en obras de consulta como pago por los años cobrados en la Universidad pública.
Y pasó el tiempo, los años
implacables, que acumularon lustros y décadas con sus reflejos en el cuerpo y
en especial el rostro, que se fue marchitando con un dejo de tristeza y cierta
amargura, nunca fueron el Che que latía en su mente enfebrecida por la
revolución, los partidos de la izquierda siempre sintieron que no los merecían
y algunos si ingresaron para solo asistir ocasionalmente a unas conferencias o
mítines en contra de algún cacique político o un reclamo social legítimo o un
candidato de los buenos para un cargo de elección popular.
Un día se fueron jubilados de la
Universidad y luego con los sesenta años a cuestas les llegó la pensión del
IMSS, un ingreso generoso, redondo, que les daba la mejor vida material que
hasta entonces había tenido y compraron libros e hicieron algunos viajes que
les reconfortaba sus momentos de soledad.
Los correligionarios de su
juventud se fueron haciendo menos por los estragos de la vida, algunos
enfermaron y otros murieron, cuando no una disputa política de sobremesa los
terminó separando para siempre -y es que con la vejez la gente se vuelve
quisquillosa y desconfiada- además, abreva, en el dogmatismo ideológico, las
ideas de piedra, fijas como un faro, se van quedando solos con el sillón y la
TV.
Estos personajes de vez en vez
rememoran aquel pasado libertario, el de las jornadas de lucha, las huelgas de
trabajadores que apoyaron y las colonias populares que ayudaron a fundar en los
grandes centros de población, y es cuando revisan las fotos de ese pasado
inmutable en la conciencia, y miran largamente las fotografías, las imágenes,
donde están con el puño en alto al lado de una huelga, de una toma de terrenos
baldíos, en un mitin con Cárdenas, Ibarra de Piedra o el López Obrador de la
primera hornada, las ven como un acto devoto, pero también de tristeza
depresiva producto de esa nostalgia de lo que pudo ser y nunca fue y quizá,
nunca será.
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