SIN ROSTROS, NI TUMBAS
Uno de los mayores dramas de este
tiempo pandémico son los fallecidos de hoy y mañana que no han podido, ni
podrán, dar el último adiós a los suyos por el temor de que puedan contagiarse.
Esos cuerpos inertes serán levantados y llevados a una fosa común o en el mejor
de los casos a un horno crematorio donde las altas temperaturas harán su
trabajo de desaparición. Es decir, no tendrán como acostumbra el ritual de la
despedida, la estancia en una funeraria donde deudos y amigos dan el último
adiós. El confortable “sólo te nos adelantaste” para dar vuelta a la hoja de
las restas que todos tenemos. Habrán quedado unas cenizas que no tendrán
derecho a ser esparcidas en los verdes campos del valle que lo vio nacer y/o
crecer, las alturas del cerro o montaña preferida o las aguas azules del
Pacífico dónde hubiera querido quedar entre el musgo y las piedras donde
pululan las sierras, el dorado o los pargos. No, su cuerpo desaparecerá fugazmente
sin cumplirse su última voluntad, y sólo quedará su imagen sonriente entre sus
seres queridos, los amigos, los vecinos del barrio y la foto en su bar o cantina
en sus fugas nocturnas. Igual en su casa quedarán sus discos de boleros o de
rock retro que lo acompañaban en sus momentos de soledad. La camisa y la
corbata preferida o la falta y la blusa con escote. Sus fotografías del día de
su boda y del primer hijo. Su cartera con sus tarjetas de crédito y algún boleto
del metro o la credencial de elector que ya no podrá volver a usar para votar
por su partido y sus candidatos. Todo eso serán simples amuletos para los hijos
para recordarlo o, peor que en un acto de ruptura, simple y llanamente se vaya
todo a la basura. Quedarse sólo con la imagen de los tiempos de gozo. Con los
de las fiestas familiares y los amigos. La Navidad y el Año Nuevo. Y es que en
una decisión injusta alguien decidió que los muertos del coronavirus 19 deben
ser borrados sin dejar un mausoleo, una tumba o cripta mortuoria, no vaya a ser
que en esa camisa, credencial o cartera este inoculado el virus que luego se esparciría
por el mundo. Hay algo de esperpéntico en todo esto, en el hacer a una persona
de carne y hueso, un número de los que todos los días da el Dr. López Gatell en
una prosa limpia con un traje impecable, ningún pelo fuera de lugar y unas
tablas de Power Point más frías que unas cervezas sepultadas en aguas de
deshielo. “La vida no vale nada”, cantaría el clásico, en un acto viril suavizado
con un trago de tequila. Con una lágrima postrera. Pero, hay algo más, el ciclo
psicológico de rechazo y aceptación de la ceremonia del adiós, que ha llegado
en el momento más inesperado y se ha llevado al ser querido con extraordinaria
velocidad. Todo transcurre tan fugazmente que los deudos no viven el duelo del
ritual de la despedida. Queda sólo esa imagen estoica del hospital donde saldrá
quien se ira sin nombre y con destino desconocido. El ajetreo burocrático de
hombres y mujeres presas del estrés y el miedo que atienden a gente desesperada
que presiona cuando quiere saber sobre el estado de salud del padre, la madre,
el hijo, la hija. Y qué no soporta el burocratismo y la indiferencia que ve en
sus interlocutores. Que grita y gesticula ante las respuestas frías sin una
gota de humanismo que es imposible pedirlo a alguien que podría estar preguntándose
medroso: Pero ¿qué diablos estoy haciendo aquí cuando debería estar en casa protegiendo
a los míos? Qué no tiene cabeza, ni ánimo, para atender a quién le reclama
respuestas que no tiene y sufre tanto cómo su interlocutor multiplicado en la
jornada laboral. No obstante, sigue ahí y tendrá que dar a conocer la lista de
quienes van muriendo y quienes son dados de alta. Explicar breve porque no se
les entrega a los familiares. De los riesgos para ellos. Y, al final, algunos
lo aceptarán entre el llanto y otros se marcharán despotricando contra la
institución. Y el cuerpo saldrá en una bolsa negra en medio de la noche para
ser cremado en el silencio pesado de una madrugada. Cuando todavía duermen los negros
pájaros del adiós, quizá cómo lo habría dicho y representado genialmente Oscar Liera.
Atrás quedará el recuerdo de su paso por este mundo, estas calles y ese lecho amatorio
que muchas noches albergó su cuerpo con el de su amada o el amado. Se va simple
y llanamente como llegó sin nombre y hoy más que nunca sin destino cierto.
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