MAZATLÁN, EL VIAJE NUNCA TERMINA
MAZATLÁN, EL VIAJE NUNCA TERMINA
Ernesto Hernández
Norzagaray
Quienes vivimos en Mazatlán
estamos acostumbrados a encontrarnos por sus calles a distintos tipos de viajeros:
Están aquellos pudientes a los que se les ve comiendo o cenando en los
restaurantes VIP del puerto o jugando golf en los campos del coto privado El
Cid; están aquellos clasemedieros de fin de semana que llegan por montones especialmente
desde Durango, Coahuila, Zacatecas, Sonora y el norte de Sinaloa; están además
viajeros pobres que haciendo economías traen a sus familias para encontrarse
con el mar y sus atardeceres espectaculares; están también otros que bajan de
los Cruceros o llegan por aire y tierra desde los estados fronterizos
estadounidenses y le dan un toque internacional al puerto “donde hasta un pobre
se siente millonario”, cómo lo identificaría sorprendido José Alfredo Jiménez; finalmente,
están aquellos mochileros que llegan desde cualquier lugar para vivir quizá la
experiencia esencial que tuvieron Jack Kerouac y sus amigos beats en los
ya lejanos años cincuenta y sesenta.
A unos y otros se les ve despreocupados
sobre el paseo de Olas Altas o por las calles de la mal llamada Zona Dorada, o
en cualquier bar bebiendo una cerveza fría y disfrutando de un plato de
camarones, pulpos o las tostadas con el exquisito ceviche de sierra o pez vela.
A muchos de esos viajeros por las noches se les llegando hasta la Plazuela Machado
y disfrutando sentados o parados de la música vernácula, trova, rock retro o
jazz latino. A todos ellos se les ve felices a pesar de los calores que se
hacen sentir y que llama a disfrutar de un nuevo trago. El gesto de ellos nos
habla de la predisposición natural del ser humano de disfrutar del tiempo libre
a través del ejercicio de un ocio generalmente contemplativo, gastronómico,
alcoholizado, sensual.
Y es que responde a la también
necesidad natural de huir de las rutinas que asigna la vida moderna a cada uno.
Llevados a pensar que, cambiando de lugar, de clima, de paisaje, de compañía,
de ambientes o comiendo otros platillos, escuchando otras voces, otra música, durmiendo
en hoteles o sitios Airbnb o haciendo el amor en otras camas, es vivir si no
plenamente, al menos relajados. Para luego de unos días de la experiencia costera
volver a la rutina del trabajo, la escuela, los deberes hogareños, los amigos y
vecinos de todo el año. Y pasado el tiempo, la familia revisara toda junta las
fotos de ese viaje y comentaran entre risas de nostalgia las anécdotas de ese “viaje
inolvidable” y hasta programaran el siguiente para cargar nuevamente las pilas.
¿Cuántas veces no hemos escuchado
la expresión “ya necesito unas vacaciones”? Seguramente muchas. O al menos,
hemos sentido la necesidad de decirlo para espantar los fantasmas del tedio, el
fastidio de las rutinas, sin embargo, más allá de aquel estado de
autocomplacencia, está vivir el momento con nuevas experiencias y enriquecerse
a través de la mirada en los restos del pasado, la arquitectura, el paisaje y
sus atardeceres; de los oídos que estallan a ritmo de tambora y sonidos
marinos; las papillas gustativas que estallan con el sabor intenso de un
aguachile o una salsa humeante tatemada; de un olfato estremecido cuando fluyen
aguas negras con sus fétidos olores o la bruma de un pargo zarandeado y, ese tacto
infinito, que se renueva cuando se palpa suavemente la piel deseada.
Está la otra dimensión del viaje,
aquella que enseña tiene que ver con la forma de como esas sensaciones tocan lo
más profundo del ser, es decir, de cómo traducir las experiencias básicas en
experiencias enriquecedoras, que varias veces nos recomendó el viajero y lingüista italiano
Claudio Magri después de escribir su texto más emblemático: Danubio, esa obra maestra de historia, geografía, cultura que recorre la huella del pasado y el
presente de una decena de países en la vega de este río ancho y sereno.
Y es que bien lo decía Magri, el
viaje nunca termina o mejor nunca terminará, porque el que viaja se impregna
del otro, y de lo otro, con sus alcances singulares de su cultura convertida en
música, paisaje, aromas, sabores, texturas.
Se que se dirá en contra y con
cierta dosis de certeza que el turismo de masas es una mercancía pirata, por
ser en serie, estereotipada, hecha a imagen y semejanza de una tarifa, de un
perfil social, de un anhelo construido en un programa de inteligencia
artificial y que, por lo tanto, el viajero no le interesa saber sino sentir,
sin embargo, en el sentir está la clave.
Sentir que rompe el principio de
inercia rutinaria. Sentir que puede consumir el producto deseado. Sentir que
puede ver en vivo lo que quizá vio en televisión. Sentir para presumir al que
no lo puede o no quiere viajar de esa manera.
Es decir, trasladarse a otro lado,
es la misma sensación cuando se viaja a través de los libros o el cine y cualquiera
puede sentir estar en el castillo donde pasó parte de su vida el Conde
Montecristo que construyó la magia de Alexander Dumas. También vivir las
batallas de Ernest Hemingway en Italia y España. Los sabores de la cocina sofisticada
francesa e italiana que tantas novelas y películas han mitificado e inmortalizado.
Sentir la pobreza y la soledad en
el Paris de Henry Miller y John Dos Passos. Sentir el valor del misticismo que Octavio
Paz encontró en la India. Sentir la desesperación e impotencia de Yukio Mishima
ante la pérdida de la tradición samurái entre los jóvenes del pueblo japonés
que capturó extraordinariamente Francis Ford Coppola. Sentir la muerte por amor
que inmortalizó José Martí con la niña de Guatemala. En fin, poder decir con Amado
Nervo: Vida nada te debo, vida estamos
en paz.
Entonces, volviendo a Mazatlán, el
de la bruma húmeda y el sudor del calor veraniego; el del vaho gris que flota imperceptible
en la atmosfera por las embarcaciones grandes y pequeñas que flotan sobre las
aguas del océano y rompen olas como el ruido de planchas que caen pesadas y hacen
nuevas olas que van a sucumbir estruendosamente sobre bañistas sin distinguir el
uno del otro. Aquellos que luego de los días de asueto volverán a sus lugares
de origen con el cuerpo bronceado, una sonrisa de satisfacción, unas deudas
bancarias y los recuerdos que están tatuados en la mente llevándonos a la
conclusión de Magri: El viaje nunca termina.
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