¿ESCÁNDALOS SIN CONSECUENCIAS?

 


 Emilio Lozoya, exdirector de Pemex.


 

El rostro sereno pero tenso de Emilio Lozoya diciendo lo que nunca sospecho dar a conocer ni en el peor de uno de sus enojos a un juez federal, es más, ¿cómo siquiera imaginar qué pudiera estar en una situación tan comprometida?; la actitud irreverente  de Rosario Robles tras las rejas que linda en la que caracterizó su rebeldía de juventud y que le llevó a soñar con la utopía maoísta de la revolución proletaria; las respuestas altisonantes, ilógicas y hasta risibles de Felipe Calderón a conspiraciones reales o fundadas, son hoy las tres caras más visibles de los escándalos políticos en nuestro país.

El escándalo político llegó a México para quedarse hace al menos dos décadas y se convirtió en un factor de cambio de nuestra cultura política.  Y no es que antes no los hubiera, los había, y gordos, pero el control que ejercía el gobierno sobre los medios de comunicación era capaz de reducirlos ipso facto a una simple anécdota en nuestra vida pública o, mejor, que los actos de corrupción en la función pública y privada, eran vistos como propios de la herencia colonial que atravesaba la vida de todos y podría decirse que era lo normal.

Sin embargo, la aparición de periodistas profesionales y medios de comunicación independientes, modificaron la fórmula antigua y el periodismo de investigación empezó hacer un trabajo diferente al que se había hecho hasta entonces a satisfacción del poderoso. Investigaciones a fondo en temas de corrupción lograron revelar los bajos fondos del poder público y privado y lo que se encontró en ese sótano no fue nada agradable. Negocios multimillonarios al amparo del gobierno con beneficios privados; policías y militares que asesinan población civil; tramas corruptas en el ámbito de la educación y la salud; tráfico de influencias en las inversiones públicas.

Entonces, se hizo el escándalo político, ese tema chispeante que permanece meses, quizá, años en la conversación pública. Qué, a pesar de que en la mayoría de los casos no tiene consecuencias legales, no se le olvida a la gente porque está construido con el cimiento del abuso, exceso e impunidad. ¿Acaso se puede olvidar un Ayotzinapa, una Estafa Maestra o la fuga del Chapo Guzmán de un penal de alta seguridad? Vamos, hasta algo anecdótico como fue que el candidato Peña Nieto fue incapaz de mencionar los tres libros que habrían marcado su vida política.  

O sea, el periodismo de investigación ha hecho posible esto y las personas al consumir este tipo de productos informativos, hacen el círculo perfecto y se convierten de sujetos pasivos en activos, en elementos críticos, realizado su contribución a la democratización de nuestra vida pública mediante el voto.

Claro, está tarea persistente hoy coincide con la llegada de López Obrador a la Presidencia del país, un político decidido a meterse en el terreno de lo que el periodismo tiene décadas señalando en sus investigaciones sin que sucediera nada, pero lo hemos visto andar con pies pesados cuando se ha señalado a los de casa.

La cuestión del escándalo político es que documenta acciones que exige el funcionamiento del Poder Judicial sin injerencias, por encima de la voluntad del presidente o el sentimiento de venganza que pueda estar detrás en algunos personajes de la política, en las sombras, disfrutando fría con champagne en mano. Cómo lo vimos en el caso de Rosario Robles a la que se puso sin rubor un juez de la familia Bejarano.

Quizá, por eso existe una duda fundada, de hasta dónde va a llegar el caso Lozoya y si la intromisión del Poder Ejecutivo no terminará perjudicando el debido proceso y cuándo menos nos enteraremos que este personaje y los por él señalado serán absueltos de toda culpa, de cualquier responsabilidad judicial.

Es por eso que este tipo de periodismo está más allá de cualquier circunstancia sexenal, de cualquier figura pública cual sea esta, AMLO y su mayoría legislativa deberían aprovechar este tiempo precioso para dotar al Poder Judicial de mejores herramientas para que no se repitan las absoluciones que hemos visto en el pasado y que han dejado en libertad a verdaderos pájaros de cuenta disfrutando sus riquezas mal habidas.

Ese es la disyuntiva que ofrece el escándalo político.  Fortalecer las instituciones o convertirse un show permanente, con sus videos y audios que circulan profusamente por la red, volviendo a las imágenes de las bolsas de dinero que hicieron famosos a los entonces perredistas René Bejarano y a Carlos Imaz.

El escándalo político tiene un papel purificador del ambiente público, inhibe al corrupto que hace cola, cumple con la máxima de “quien la hace la paga” en democracia.  O sea, no es un instrumento de una persona, sino son las instituciones que hacen realidad los valores de justicia. Que en México frecuentemente ha sido puesta al mejor postor. Y ahí están La Casa Blanca, Ayotzinapa, Tlatlaya, Estafa Maestra, Odebrecht, Etileno 21 o en el extremo, haber tenido un secretario de seguridad nacional, miembro prominente de un cártel, del que su jefe político dice con descaro que nunca se enteró. Algún día sabremos cuánto conocía él de esta trama hipercorrupta sino es que era parte de ella y si “presidía reuniones de la cúpula mafiosa”, cómo lo narró La Barbie a Anabel Hernández.

Pero, para que ello suceda, debe alejarse de cualquier intención de volverlo espectáculo para el consumo de la masa, esa que está irritada y está a la espera de los despojos mediáticos del día, que se regodea viendo las imágenes desesperadas del villano del día.

La experiencia reciente en Perú es ejemplar, aquellos presidentes, que estuvieron involucrados en el affaire Odebrecht están en la cárcel y uno, Alán García, decidió tomar su vida.

Eso, el sentido de justicia, daría otro a esos rostros que son la mejor muestra de nuestros escándalos.

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